lunes, 3 de marzo de 2014

El fracaso de las revoluciones

P.-  “¿Qué opina usted de las revoluciones?”
R.- “Yo no creo en las revoluciones. Todas terminan igual, apropiándose de ellas los oportunistas de turno”.
Eso le preguntaron a José Luis Sampedro y más o menos eso respondió, según un vídeo que todavía corre por YT.


Ese preámbulo que parece derrotista es de una realidad escalofriante. Porque si partimos de que la revolución tiene como fin instaurar formas de gobierno acordes con la dignidad humana veremos que todas las grandes revoluciones que conocemos terminaron en fracaso. Las que no fueron derrotadas por el poder establecido acabaron imponiendo tiranías. Pero en uno y otro caso la revolución fracasó.

Entre las que se fraguaron con violencia me vienen a la mente la francesa y la rusa. Ninguna de ellas pudo imponer sus ideales de forma perdurable, pues ambas sucumbieron a su propia dinámica destructora.

De entre las pacíficas, se me ocurre pensar en la más antigua de las habidas en los últimos veinte siglos, el cristianismo. Una forma de vida utópica donde las haya que arrancó del cuestionamiento que Jesús de Nazaret hizo de las leyes que oprimían al pueblo judío y de la conducta de quienes las manejaban. Era una revolución pacífica, pero con auténticos principios revolucionarios: fraternidad (ama tu prójimo como a ti mismo); igualdad (no llames a nadie padre o maestro; nadie por encima de nadie; los últimos serán los primeros); libertad (no se hizo el hombre para la ley sino la ley para el hombre). Ya se entiende que eso no podía ser aceptado por quienes ejercían el poder. Así que mataron al líder y siguieron matando a quienes profesaban y difundían tan revolucionarias ideas.

La persecución duró hasta que en el siglo IV el emperador Constantino creyó útil dar carta de naturaleza a los cristianos. A partir de entonces se acabaron las matanzas, pero se acabó también la revolución cristiana. La fagocitó el Imperio, quien hizo aparecer en su lugar una religión similar a las ya existentes, jerárquica, sumisa al poder y perpetuadora del orden imperante. Una religión tan poco igualitaria, tan poco fraterna, tan poco libre y tan poco humana que hubiese incitado al mismo Jesús de Nazaret a maldecirla.

Nadie entienda cuanto antecede como un alegato contrarrevolucionario, una invitación a la sumisión. Nada más lejos de la intención de quien esto escribe. Pero sí como una invitación a cuestionar la forma “tradicional” de entender la revolución.

La revolución es incompatible con el poder. El poder, una vez establecido, deja de ser revolucionario para convertirse en tiránico. El poder es nefasto, lo ejerza quien lo ejerza. Sucumbe a sí mismo. Luego debe ser contestado sin tregua ni descanso. No para apostar por el desgobierno sino para construir un sistema de gobierno en el cual sea el pueblo gobernado quien de verdad tenga y ejerza el poder. Difícil, porque el ser humano es gregario y fácilmente manipulable, pero no imposible. Es una gran tarea de pedagogía que convoca a toda la población consciente.

Las revoluciones hacen treguas, pero no mueren. El espíritu que impulsó las grandes revoluciones de la historia sigue vivo y se materializa en momentos y lugares diversos. La revolución cristiana fracasó en su día pero no murió, pues del siglo IV acá se han dado divergencias dentro del cristianismo que bien pudieran ser tenidas como revolucionarias. Hoy día sigue habiendo dentro del cristianismo movimientos que tratan de revivir el espíritu que animó a las primeras comunidades. Son pruebas fehacientes de que la revolución anida en el alma humana y no es fácil exterminarla.

Mucha es la violencia que ha desatado el poder sobre el afán de libertad y de justicia, pero no lo ha erradicado ni lo erradicará jamás. El poder religioso apela a Dios, a la moral, a las buenas costumbres... El político al orden, a la ley, a la justicia, al bien común... Pero todos parten de lo alto. Todas dicen cómo tiene que comportarse el pueblo oprimido. Ninguno escucha a ese pueblo que es voz y espejo de la naturaleza que lo creó. Luego siempre encontrarán esos poderes quien se les oponga desde el lado de los oprimidos. El afán de libertad que conlleva la naturaleza humana supera todas las violencias, todos los engaños, todas las trampas.

Si la revolución consiste en librar al pueblo de las cadenas que lo esclavizan, no podemos esperar que esa liberación venga de quienes lo mantienen amarrado. Tampoco de quienes por encima de todo imponen su voluntad. No. La liberación tan sólo puede llegar a través del deseo y el esfuerzo del pueblo oprimido por librarse.

Ni dictadura ni monarquía ni fascismo disfrazado de democracia ni república clasista e imperialista ni iglesia alguna ni nada que defienda privilegios de nadie nos traerán una sociedad mejor. La libertad, la igualdad y la fraternidad verdaderas solamente llegarán si el pueblo toma conciencia de ellas y se empeña en ponerlas en el primer plano de la vida colectiva y privada. Y eso solo se logrará mediante el debate abierto, la toma de conciencia y la lucha. Una lucha clara, decidida y permanente.

Permanente, sí, porque el poder no ceja en su afán de dominio y, como dice el refrán, “camarón que se duerme se lo lleva la corriente”. /PC

http://lists.kaosenlared.net/secciones/s2/opinion/item/81952-el-fracaso-de-las-revoluciones.html

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