miércoles, 7 de abril de 2010

Repique de campanas


Aquella Semana Santa había transcurrido como las precedentes desde hacía mucho tiempo. Alejado de noticiarios e informativos y sin conexión en la red ni nada que le distrajera, había dedicado una buena parte de su tiempo a reflexionar desde su perspectiva agnóstica sobre cuanto en esos días se celebraba.

Paseando por caminos solitarios entre campos no del todo yermos pero apenas cultivados, no podía apartar los ojos de aquellas interminables hileras de piedras que delimitaban los bancales. ¡Cuántos esfuerzos había allí apilados! ¡Cuánto sudor! ¡Cuántas jornadas! ¡Cuántos años! ¡Cuánto tesón!

Eran tiempos en los que todo perduraba, y lo que moría renacía de nuevo, como las cosechas, como las hojas caducas de los árboles. Nada era efímero. Aquellas piedras se pusieron allí para que allí permaneciesen a lo largo de generaciones y más generaciones, nuevas vidas que vendrían a sustituir a las que les precedieron. ¿Cómo no pensar, en aquel contexto, que la muerte iba ser superada?

Llevaba años pensando que el lenguaje simbólico religioso no es de esta época sino de tiempos ya remotos que fenecieron con las formas de vida que les fueron propios. El mundo actual no podía aceptarlo como lo había aceptado durante siglos, y no valía maquillarlo con irracionales razones, porque no era la razón lo que lo sostenía sino la necesidad interna de aceptarlo.

De entre las muchas ideas religiosas que la mente actual rechazaba figuraba en lugar preferente la del Cristo resucitado, el principio fundamental del cristianismo según había oído innumerables veces. Ese acontecimiento celebrado en la Pascua no parecía entusiasmar hoy a mucha gente. A él mismo no le decía nada. No le interesaba en absoluto el discurso religioso, y no por desprecio a la sabiduría anexa sino porque la forma en que la expresaba y pretendía transmitirla le parecía obsoleta y muy manipulable.

“No es lo que dice sino lo que nos da a entender”, solía decir una monja amiga cuando él le señalaba esto que ahora le venía al pensamiento. De acuerdo, no es lo que dice, pero ¿por qué no decir llanamente lo que se quiere dar a entender?

Miraba todo lo religioso con gran reserva. Creyente desde la niñez, conservó durante su juventud un fervor religioso que fue creciendo hasta que la dureza de la vida le llevó a mirar en perspectiva social, desde la cual las respuestas no podían ser ambiguas porque la realidad era concreta. Y a partir de ahí, abandonó la religión y se hizo ateo, con un ateísmo radical que fue remitiendo y cambiando en agnosticismo en la medida que veía la apuesta por lo racional como un suicidio colectivo. Sentía que el mundo había perdido el norte desde que abandonó lo poco bueno que llevaban las religiones y que avanzaba sin rumbo ni destino a velocidad de vértigo.

En su entorno casi nadie entendía que declarándose agnóstico mostrase tanto interés por lo religioso, aunque en verdad, no le interesaban las religiones sino el fin que les suponía. Su antigua fe era agua pasada. Quizá fuese verdad aquello de que la fe la da Dios, porque él intentó durante mucho tiempo creer de nuevo sin conseguirlo. Pero ahí habría que ver de qué fe y de qué Dios se estaba hablando, puesto que ideas sobre una y otro las hubo y las hay para todos los gustos.

Aun así, de algo estaba plenamente convencido y era que la esencia de todas las tradiciones religiosas es la dimensión espiritual de la persona, ese conjunto de pensamientos y sentimientos que nos mueven a actuar como seres verdaderamente humanos. Eso aparte, no sentía el menor interés por las especulaciones mentales de ninguna confesión religiosa, se declaraba hereje impenitente de todo credo y basaba su ética en la equidad, en el amor y en la compasión que despierta el sufrimiento ajeno.

En esa divagación estaba cuando un repique de campanas le llegó de lejos. No eran las de la iglesia del pueblo sino las del campanario de la medieval iglesia que fue de los templarios, fortaleza amurallada en lo alto del cerro recientemente restaurada.

Ignoraba el motivo de aquel inesperado repique, a pleno día, en aquella hora, cuando no había ya ninguna celebración prevista, y pensó que quizá fuese un ensayo del campanero. Pero le daba igual, porque en su corazón cristiano aquel vuelo de campanas que se propagaba por encima de los campos sonaba a Pascua, a anuncio de Resurrección. Y allí, en aquel altozano, de pie en el camino rodeado de robles de todas las edades, sintió que, creencias aparte, la exaltación de la vida que proclama el Cristo Resucitado se convertía en brisa que le avivaba el alma.


Publicado en ECUPRES el 7/4/2010 - PreNot 8817-100407
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