miércoles, 21 de mayo de 2008

La costosa ataraxia


Permanecer en actitud serena ante lo que sentimos en lo hondo como injusticia o engaño premeditado es para algunas personas, entre las que se cuenta quien esto escribe, muy difícil. Cada cual es como es y responde como responde; hay quien se inhibe y vive y hay quien se lanza al monte.

Modelar el carácter a partir de una edad ya algo avanzada no es tarea fácil. Algo pueden ayudar a controlar la propia conducta los fármacos que ahora hay disponibles, pero en general y aun sin ser una verdad absoluta, el viejo refrán de «genio y figura hasta la sepultura» tiene mucho de cierto. Tal vez por esta razón hindúes y budistas piensen en la reencarnación como una solución para seguir con la ardua tarea de alcanzar la perfección en este mundo antes de quedarse definitivamente en el otro, lo cual vendría a ser el equivalente del purgatorio católico, esa especie de sala de espera donde las almas se pulen antes de partir definitivamente hacia el cielo. Quizá una y otra idea no sean más que fantasías, pero da igual, porque a algo tiene que agarrarse la mente para no caer en el vació de ánimo que conlleva pensar como un absurdo la propia vida.

El problema de la ataraxia es el costo. ¿Quién la paga? En general, las cosas las paga quien las sufre. No quien echa mano al bolsillo y saca el dinero o la tarjeta de crédito, sino quien con su sudor y sufrimiento hizo posible que ese dinero fuese a parar a manos de quien lo usa. Pero pensarlo de este modo nos resulta incómodo, y preferimos echar mano de nuestra moral de propiedad privada, la cual se puede resumir con un refrán ya viejo por olvidado que dice: «A cada cual lo suyo y robar lo que se pueda».

La moral es la mejor ataraxia que podemos tener fácilmente a nuestro alcance. Si todo el mundo lo acepta, y sobretodo si las personas prominentes de nuestro entorno encabezan esa aceptación, nuestro ánimo puede permanecer sereno. Podemos seguir con nuestra paz en el alma, centrando toda la atención en nuestros asuntos, impertérritos ante el dolor ajeno causado por nuestra forma de vida, a pesar de tener por bien cierto que si pocos podemos tener mucho es porque muchos pueden tener muy poco. No importa. Nuestras autoridades morales tradicionales dicen que el orden es sagrado y que debemos limitarnos a paliar el sufrimiento que hallemos en nuestro metro cuadrado. Ahí está el ejemplo de la Madre Teresa de Calcuta, una santa a ojos de todo el mundo. Caridad, pues, y nada de pensamientos revolucionarios, que estos no favorecen en nada la ataraxia.

Quienes se han dedicado al estudio de las creencias y las ideas religiosas coinciden en que todos los pueblos han elaborado en cada momento de su historia formas de pensamiento religioso que les permitiesen vivir en paz consigo mismos y con su entorno inmediato. Y la historia – la no tan especializada sino más general − nos cuenta que tan celosos de esa paz han estado los líderes humanos que en no pocas ocasiones han impuesto ese pensamiento a fuego y espada a propios y a extraños. Mantenimiento y expansión de la fe le han llamado en uno y otro caso; pero lo que ha contado en ambos ha sido asegurar que en el entorno inmediato no hubiese nada que pudiese alterar ese pensamiento colectivo que tanta paz da al alma. Ya es antiguo, pues, eso de hacer pagar a otros la ataraxia.

Hoy gozamos de paz en el mundo opulento que habitamos. Y hoy igual que ayer, el costo de nuestra paz es la desgracia ajena. El mundo pobre es el que, gracias a Dios, paga con su dolor nuestra ataraxia. Hablar de justicia y de paz sin alterarnos es posible gracias a esta bendita forma de vivir y de pensar que llevamos cristianos y paganos, la cual nos impide cuestionar para nada esta droga del bienestar que es el pensamiento satisfecho, religioso y profano. Gran regalo del cielo, para quienes lo gozamos. Gran ejemplo de paz y convivencia en armonía este orden sagrado que han logrado a través de los siglos los líderes espirituales y terrenales de nuestra opulenta civilización occidental cristiana. ¡Elevemos con gozo el corazón al cielo y demos gracias! /PC

http://bibliotecadelgrillo.blogspot.com.es/2008/05/la-costosa-ataraxia.html

sábado, 17 de mayo de 2008

El sagrado orden

«Si no hay libertad para ofender, no hay libertad de expresión». (Salman Rushdie)


Parece exagerado y tal vez lo sea, porque en principio a nadie le parece bien la ofensa como norma relacional. Pero vayamos por pasos: «el respeto debido», «la obediencia debida», ¿qué son sino murallas para hacer intocables a quienes están arriba?

Desde una óptica conservadora, esta frase atribuida a Salman Rushdie es inaceptable. Pero es que desde ese punto de vista también lo es todo cuestionamiento del orden establecido. El “orden”, tal como lo entienden las mentes conservadoras, es sagrado. Y a poco que se mire se verá que esa sacralización incluye los privilegios de quienes lo gozan y lo sostienen, que es tanto como decir sus logros a hierro y a fuego consolidados luego mediante leyes y costumbres.

Si no hay libertad para llamar a las cosas por su nombre, algo que para quienes están instalados en la mentira es siempre una ofensa, no hay libertad de expresión. Y si no hay libertad de expresión no hay posibilidad alguna de cuestionar nada de cuanto quienes ostentan el poder consideran sagrado, y todo permanece inmóvil gracias a ese sacrosanto respeto que desde lo alto ha sido instaurado. Y no por ningún dios precisamente sino por la astucia y falta de escrúpulos de quienes tienen su trono posado sobre lomos ajenos.

El orden establecido se asienta sobre la programación de las mentes de todos y cada uno de los individuos de una sociedad, y cambiar esa programación es muy difícil, por no decir imposible. Cualquier cambio profundo en la mente de alguien es un trastorno grave que el individuo intenta evitar a toda costa porque le desestabiliza. De aquí que el poder, una vez instaurado, cueste tanto de remover, porque son los mismos individuos quienes lo defienden enconadamente.

En una sociedad gobierna y manda e impone su orden quien controla las mentes de los individuos. De ahí que quienes ostentan el poder muestren tanto celo en mantener intactos los fundamentos emocionales básicos de ese control, y no dejen el menor resquicio a nada que los pueda mermar. A este fin se han aplicado siempre los censores e inquisidores de todas las épocas, quienes junto con los proselitistas han tenido la misión de mantener y consolidar la colonización mental de los individuos en bien del orden establecido.

Pero ocurre a veces que ese orden no es sino aparente; un ordenado desorden que sirve para esconder y si es preciso justificar cuanto de inaceptable hay en una sociedad; una falacia tan hábilmente tramada que ha calado hondo en el alma de quienes ingenuamente la comparten. Y cuando esto ocurre, todo cuanto se dice y se hace para desenmascarar tal mentira será un atentado al orden y a las buenas costumbres.

No es tan exagerada pues la frase de Salman Rushdie. Es más, yo la ampliaría y diría: si no hay libertad para ofender, no hay libertad de expresión ni posibilidad de cambiar el orden establecido.