sábado, 8 de septiembre de 2018

El intrincado laberinto político hispano-catalán



Alguien señaló que el patriotismo es amor, en tanto que el nacionalismo es odio. Quien ama contribuye y colabora. Quien odia combate, invade, oprime, degrada, menosprecia y destruye. El amor es vida. El odio es muerte.

No es exageración decir que el odio protagoniza hoy la mayor parte de la política de esta España impregnada hasta los tuétanos de ideología fascista. El espíritu dictatorial que propició el levantamiento golpista en julio de 1936 prevalece en gran parte de la población española. Los poderes fácticos que sostuvieron la dictadura desde 1939 hasta 1978 siguen activos. La transición que dio paso a la actual democracia no pasó de ser un puro maquillaje.

Ya fuese por convicción o por pura circunstancia, el pueblo catalán estuvo hasta el último momento en el bando republicano. Sufrió los bombardeos de la aviación fascista del ejército que se autodenominaba Nacional. Luego padeció la represión y la limpieza ideológica que siguió a la guerra. Y durante los años de la dictadura tuvo que soportar un sinfín de prohibiciones de orden cultural y toda clase de vejaciones relacionadas con la identidad catalana.

El origen de aquella guerra, que tanto ha marcado a gran parte de la población de España y cuyas secuelas todavía perduran, está en la secular codicia de las clases dominantes. Una codicia generadora de injusticias que el pueblo español quiso enmendar democráticamente y las clases privilegiadas impidieron con un golpe de estado. Las armas desalojaron a las palabras. Nada nuevo en la historia del mundo ni en la de esta España que pretende hoy ser democrática sin más cambio que el de las apariencias.

Cientos de miles de muertos durante aquella guerra que duró tres años y más de ciento cincuenta mil asesinados durante el régimen de terror que la siguió no se borran fácilmente de la memoria. Los sentimientos de derrota perviven generación tras generación a lo largo del tiempo.

El pueblo catalán ha sido y sigue siendo aún un pueblo vencido. Un pueblo sometido a gobiernos que nunca condenaron el golpe militar que nos llevó a la guerra. Que nunca condenaron los bombardeos sobre nuestras ciudades repletas de población civil. Ni la criminal represión de la dictadura. Ni la imposición de leyes injustas. Ni las condenas de los jueces fascistas…

A nadie le extrañe, pues, que queramos sacarnos ese yugo de encima. Y a nadie le extrañe tampoco que en ese afán de independencia haya una buena dosis de odio hacia el opresor.

Pero no es ese el único odio a tener en cuenta. Las guerras han cambiado mucho en estos últimos tiempos, pero aun así, los agresores buscan la adhesión de la población que está bajo su control. Y eso ocurrió en aquella guerra. Las derechas se unieron en un discurso común contra los insurrectos que pretendían cambiar el orden constitucional y limitar el privilegio de las clases dominantes en beneficio de las dominadas.

El discurso de la derecha, pregonado y bendecido por la clerecía católica española, se instaló en el corazón de la población conservadora en forma de odio a lo rojo, a lo subversivo, a lo reivindicativo, a lo contestatario. Un odio que fue avivado durante todos los años de la dictadura y aun después. Un odio que criminaliza toda disensión del pensamiento hegemónico y que está en la base del electorado de los principales partidos políticos actuales.

El odio a los rojos no podía por menos que ser correspondido. Primero fue odio a la dictadura, a los que hicieron la guerra y la ganaron. Luego, pasando el tiempo, la limpieza ideológica que dejó despolitizada la población española hizo que ese odio quedase solo en una pequeña parte del pueblo sobreviviente. Más tarde, las políticas de desarrollo económico que a partir de los años 60 llevaron a cabo los ministros de economía del Opus Dei acabaron diluyéndolo.

Se acabó la dictadura y aparentemente se acabó el odio. Pero no fue así. Los sentimientos no desaparecen. Se transforman, se enredan, se confunden, se desorientan… Pero persisten. Aquella España de espíritu imperial que nos bombardeó, que nos impuso su autoritarismo dictatorial y que nos lo sigue imponiendo no puede ser en modo alguno la patria del pueblo catalán. El deseo de libertad sigue vivo en el alma de este pueblo que se siente sometido.

De ese viejo sentimiento ha querido valerse parte de la derecha catalana para permanecer en el gobierno mediante un discurso nacionalista. Ha logrado promover grandes movilizaciones que están poniendo al descubierto dentro y fuera de España la ideología autoritaria que rige en el estado español. Pero también ha reactivado con ello parte del nacionalismo español sembrado por los medios de propaganda de la dictadura, del cual se está aprovechando la nueva derecha española.

Odio a lo español. Odio a lo catalán. Nacionalismos saliendo a la calle y en el primer plano de la política. Una niebla espesa sobre las decisiones políticas que atañen al bienestar del pueblo. Y un laberinto político-emocional que pone a la población de Catalunya en manos de las derechas neoliberales catalana y española. Un auténtico desastre.

Solo cabe esperar que reaparezcan las fuerzas de izquierda, esas que ponen el bien común donde la derecha pone el beneficio de las clases privilegiadas. Esas que el tsunami independentista eclipsó. Que reaparezcan cuanto antes y aprovechen debidamente esta “primavera catalana”. El mundo no va a cambiar de hoy para mañana pero si nos esforzamos quizá podamos hacer que el entorno que nos rodea sea menos malo.  /PC

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