Alguien señaló que el patriotismo es amor, en tanto que
el nacionalismo es odio. Quien ama contribuye y colabora. Quien odia combate, invade,
oprime, degrada, menosprecia y destruye. El amor es vida. El odio es muerte.
No es exageración decir que el odio protagoniza hoy la mayor
parte de la política de esta España impregnada hasta los tuétanos de ideología
fascista. El espíritu dictatorial que propició el levantamiento golpista en julio
de 1936 prevalece en gran parte de la población española. Los poderes fácticos
que sostuvieron la dictadura desde 1939 hasta 1978 siguen activos. La
transición que dio paso a la actual democracia no pasó de ser un puro
maquillaje.
Ya fuese por convicción o por pura circunstancia, el
pueblo catalán estuvo hasta el último momento en el bando republicano. Sufrió
los bombardeos de la aviación fascista del ejército que se autodenominaba Nacional.
Luego padeció la represión y la limpieza ideológica que siguió a la guerra. Y
durante los años de la dictadura tuvo que soportar un sinfín de prohibiciones
de orden cultural y toda clase de vejaciones relacionadas con la identidad
catalana.
El origen de aquella guerra, que tanto ha marcado a gran
parte de la población de España y cuyas secuelas todavía perduran, está en la
secular codicia de las clases dominantes. Una codicia generadora de injusticias
que el pueblo español quiso enmendar democráticamente y las clases
privilegiadas impidieron con un golpe de estado. Las armas desalojaron a las
palabras. Nada nuevo en la historia del mundo ni en la de esta España que
pretende hoy ser democrática sin más cambio que el de las apariencias.
Cientos de miles de muertos durante aquella guerra que
duró tres años y más de ciento cincuenta mil asesinados durante el régimen de
terror que la siguió no se borran fácilmente de la memoria. Los sentimientos de
derrota perviven generación tras generación a lo largo del tiempo.
El pueblo catalán ha sido y sigue siendo aún un pueblo
vencido. Un pueblo sometido a gobiernos que nunca condenaron el golpe militar
que nos llevó a la guerra. Que nunca condenaron los bombardeos sobre nuestras
ciudades repletas de población civil. Ni la criminal represión de la dictadura.
Ni la imposición de leyes injustas. Ni las condenas de los jueces fascistas…
A nadie le extrañe, pues, que queramos sacarnos ese yugo
de encima. Y a nadie le extrañe tampoco que en ese afán de independencia haya
una buena dosis de odio hacia el opresor.
Pero no es ese el único odio a tener en cuenta. Las
guerras han cambiado mucho en estos últimos tiempos, pero aun así, los
agresores buscan la adhesión de la población que está bajo su control. Y eso
ocurrió en aquella guerra. Las derechas se unieron en un discurso común contra
los insurrectos que pretendían cambiar el orden constitucional y limitar el
privilegio de las clases dominantes en beneficio de las dominadas.
El discurso de la derecha, pregonado y bendecido por la
clerecía católica española, se instaló en el corazón de la población
conservadora en forma de odio a lo rojo, a lo subversivo, a lo reivindicativo,
a lo contestatario. Un odio que fue avivado durante todos los años de la
dictadura y aun después. Un odio que criminaliza toda disensión del pensamiento
hegemónico y que está en la base del electorado de los principales partidos
políticos actuales.
El odio a los rojos no podía por menos que ser
correspondido. Primero fue odio a la dictadura, a los que hicieron la guerra y
la ganaron. Luego, pasando el tiempo, la limpieza ideológica que dejó
despolitizada la población española hizo que ese odio quedase solo en una
pequeña parte del pueblo sobreviviente. Más tarde, las políticas de desarrollo
económico que a partir de los años 60 llevaron a cabo los ministros de economía
del Opus Dei acabaron diluyéndolo.
Se acabó la dictadura y aparentemente se acabó el odio.
Pero no fue así. Los sentimientos no desaparecen. Se transforman, se enredan,
se confunden, se desorientan… Pero persisten. Aquella España de espíritu
imperial que nos bombardeó, que nos impuso su autoritarismo dictatorial y que
nos lo sigue imponiendo no puede ser en modo alguno la patria del pueblo
catalán. El deseo de libertad sigue vivo en el alma de este pueblo que se
siente sometido.
De ese viejo sentimiento ha querido valerse parte de la
derecha catalana para permanecer en el gobierno mediante un discurso
nacionalista. Ha logrado promover grandes movilizaciones que están poniendo al
descubierto dentro y fuera de España la ideología autoritaria que rige en el
estado español. Pero también ha reactivado con ello parte del nacionalismo
español sembrado por los medios de propaganda de la dictadura, del cual se está
aprovechando la nueva derecha española.
Odio a lo español. Odio a lo catalán. Nacionalismos
saliendo a la calle y en el primer plano de la política. Una niebla espesa
sobre las decisiones políticas que atañen al bienestar del pueblo. Y un
laberinto político-emocional que pone a la población de Catalunya en manos de
las derechas neoliberales catalana y española. Un auténtico desastre.
Solo cabe esperar que reaparezcan las fuerzas de
izquierda, esas que ponen el bien común donde la derecha pone el beneficio de
las clases privilegiadas. Esas que el tsunami independentista eclipsó. Que
reaparezcan cuanto antes y aprovechen debidamente esta “primavera catalana”. El
mundo no va a cambiar de hoy para mañana pero si nos esforzamos quizá podamos
hacer que el entorno que nos rodea sea menos malo. /PC
PUBLICADO EN:
https://ecupres.wordpress.com/2018/09/10/el-intrincado-laberinto-politico-hispano-catalan/
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