sábado, 18 de noviembre de 2006

El dictador murió

Pero, ¿de qué nos liberó la afilada guadaña de la parca?
   

Las dictaduras son vulnerables en la medida en que se encarnan en la persona de un dictador, un tirano visible, una persona concreta con nombre y apellidos. Su sola presencia física es ya un reto, una provocación que moviliza en su contra a gentes de lo más diverso, unidas a veces tan sólo por esa lucha, sin la cual posiblemente estarían incluso enfrentadas. De ahí que visto desde ese punto podamos considerar la presencia del dictador casi como útil, según resume la frase «contra Franco luchábamos mejor».

El error está, a mi ver, en creerse aquello de «muerto el perro, muerta la rabia», porque a la vista está que no es cierto. El perro murió, pero la rabia nos viene ahora por otros conductos que entonces ni siquiera imaginábamos, muchos de los cuales son consecuencia de la misma dictadura. Porque lo peor de esos períodos de franca imposición tiránica es que arrasan con todo lo que encuentran y dejan al pueblo sin defensas, con sus líderes carismáticos asesinados, aislados o huidos los intelectuales que estaban socialmente comprometidos, y un miedo social endémico que es muy difícil luego de superar. Y a toda esa desgracia hay que añadirle las consecuencias de años de mal gobierno, algo que socialmente es casi imposible de evaluar, pero que sin duda es un daño importante.

Por todo cuanto tengo vivido pienso que la peor dictadura es la que se ejerce sin dictador, la que se esconde en la sombra, la que no da la cara, porque contra ésa es muy difícil movilizar a casi nadie. Y me viene ahora el recuerdo de aquellos años de nacionalcatolicismo en los cuales los curas andaban uniformados con sotana y teja por la calle, de modo que cualquiera con tan solo verlos sabia ya por donde le podía llegar el sermón o incluso algo peor si se le ocurría decir alguna impertinencia. Era algo que todo el mundo sabía, como sabía que podía tener al lado algún policía vestido de paisano, “la secreta”, o algún afecto al régimen, que por desgracia eran muchos, pero que visibles o invisibles, se les tenía presentes y se les asociaba a la figura del dictador.

Ahora, ya no tenemos dictador, desde que un memorable 20N media España lanzó gritos de júbilo. Pero ¿somos libres? ¿Acaso no controlan nuestras vidas los ocultos tiranos que dominan el mundo tanto o más que en aquellos tiempos nefastos nos controló la dictadura que gobernaba en España?

Que nadie se llame a engaño, que «no murió la rabia». Porque los dictadores son las cabezas visibles de las formas de pensar y sentir que los encumbran, y sin esa gran masa de inhumanidad no existirían. De ahí que se rodeen todos ellos de toda clase de especialistas en el control del pensamiento colectivo. Entonces fueron los ideólogos y propagandistas del régimen con toda su pléyade de colaboradores incluida la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, y ahora lo son los gobiernos llamados democráticos que se rinden al neoliberalismo capitalista, lo dan por bueno, lo defienden ferozmente y propagan esa endiablada forma de pensar mediante toda clase de sutilezas propagandísticas que nos abocan a una forma de vida que le da incondicional soporte.

Los métodos han cambiado, pero el mal es el mismo. No se cantan ya en las escuelas brazo en alto los himnos fascistas. No es ya obligatoria la asignatura de Formación del Espíritu Nacional en ningún curriculum formativo. No acuden ya los curas a las escuelas los jueves anteriores a los primeros viernes de cada mes para escuchar en confesión a los alumnos, y no hay misas obligatorias en la escuela pública ni homenajes a los Caídos por Dios y por la Patria. Ahora todos esos efectivos humanos han sido sustituidos por publicistas, por la constante oferta de artículos de consumo de lujo y por esa forma de vida que nos anula el pensamiento y nos esclaviza. El mal nos llega ahora solapadamente. De modo que el dictador murió, pero… ¿murió la dictadura?


Pep Castelló | Kaosenlared | 18-11-2006 | 929 lecturas |
www.kaosenlared.net/noticia/el-dictador-murio



sábado, 7 de octubre de 2006

Utilidad de las religiones en el mundo moderno


Las continuas presiones que la Iglesia Católica española ejerce sobre el Gobierno del Estado, y las polémicas concesiones de éste a esa institución que se empeña en no respetar la laicidad que exige nuestra Constitución nos invitan a reflexionar sobre la utilidad de la religión en el mundo actual.


Es evidente que la forma actual de vivir encaja mal con el pensamiento religioso tradicional y que el mundo moderno es cada vez menos religioso. Pero esto no significa que las religiones no puedan tener cabida en él sino tan sólo que necesitan encontrar una nueva forma de ubicarse y tienen que renunciar a su protagonismo y a cualquier privilegio que pueda ser una carga para la población no creyente.

Para que una religión pueda ser útil al mundo actual su discurso tiene que ser ético y acorde con el nivel de conocimientos alcanzado por la humanidad. Debe ser respetuosa con las otras religiones suprimiendo de raíz cualquier atisbo de arrogancia, y la conducta de quienes la predican debe ser coherente con su mensaje. Tan sólo así podrá contribuir al bien común y merecer la aprobación de creyentes y no creyentes.

Una religión que cumpla con estas condiciones que acabamos de ver no tiene por qué ser un conflicto en ninguna sociedad, sino al contrario, puede ser una aportación estimable para la convivencia y el desarrollo humano.

Los seres humanos vivimos y actuamos al impulso de nuestra vida emocional, y en ella hay más creencias que certezas confirmadas. Creencias de todo orden, verdades personales que nunca fueron verificadas ni es fácil que puedan llegar a serlo porque pertenecen al mundo de lo intangible. A lo sumo pueden alcanzar el nivel de creencias compartidas colectivamente, pero eso no les da valor ni fiabilidad, pues como la historia enseña los pueblos han errado colectivamente una y mil veces al impulso de creencias que compartía la mayoría de la sociedad.

Hoy nos hallamos en una de esas situaciones. La ambición del capitalismo ha propagado una infinidad de falsas certezas que han calado muy hondo en la sociedad, hasta el punto de que son la guía personal, la referencia de vida de prácticamente todo el mundo, pues casi nadie duda de que su forma de vivir y de pensar sea la más deseable para sí y para los demás de su entorno. Y es al amparo de estas creencias que la humanidad avanza como un huracán, destruyéndolo todo a su paso.

El papel que en una sociedad moderna podrían tener las religiones es el de contribuir a la reflexión y a la concordia. No a base de imponer sus creencias, ni de forma abierta ni solapadamente, sino proponiendo acciones que contribuyan a introducir la espiritualidad en nuestra forma actual de vida.

En las tradiciones religiosas hay un gran caudal de sabiduría que se puede poner al servicio del bien común. Intuitivamente el ser humano percibió hace ya muchos siglos las bases de nuestra conducta individual y colectiva, y las religiones compilaron y aplicaron esos conocimientos, y desarrollaron prácticas para potenciar sentimientos y conductas que comportasen beneficios personales y colectivos. Cierto que lo hicieron en el seno de unas culturas concretas, de acuerdo con las dimensiones sociales en que se movían, pero nada impide que puedan actualizarse y universalizarse. «Querer es poder», dice el refrán.

Hoy día, aun en este materializado mundo plagado de egoísmo en el cual vivimos, difícilmente podremos encontrar personas que rechacen principios tan básicos en la predicación cristiana como los que nos sugieren referencias como «amaos los unos a los otros», «haced como hizo el buen samaritano», «haz a los demás lo que quieras que hagan contigo», «buscad primero el reino de Dios y su justicia»… Lo que rechaza el mundo actual es el empeño de las instituciones eclesiásticas por perpetuar mitos ancestrales que ningún significado tienen ya hoy día y que sirven principalmente para manipular el pensamiento colectivo en beneficio de quienes los predican.

Quienes vemos con desagrado ese empecinamiento de las religiones por manejar las sociedades en un mundo que nada concuerda ya con el que las gestó, y las inaceptables maquinaciones políticas de las instituciones que las rigen por mantener un estatus que no les concede ya la mayoría de la población pensamos que un buen servicio que le podrían hacer al mundo sería ponerse de acuerdo entre ellas para consensuar unos principios educativos básicos que sirviesen tanto para sus creyentes como para quienes profesan otras religiones o no profesan ninguna. Y con base a esos principios se podrían pensar programas educativos para la enseñanza obligatoria que servirían para potenciar la dimensión humana de toda la población escolar.

Pensamos que de hacerlo así, esas mismas religiones que ahora son mayoritariamente rechazadas dejarían de estarlo, y que tendrían incluso el apoyo de muchas gentes que ahora ante esa inaceptable conducta de los líderes religiosos prefieren considerarse ateas.

Ahora bien, la pregunta que nos hacemos después de esta breve reflexión es si el mundo religioso de nuestro entorno comparte nuestro punto de vista, o si fundamentándose en sus creencias se siente con derecho a reclamar privilegios y a imponer su voluntad sobre el resto de la sociedad. Porque de ser ésto último, que es lo que nos muestra la actitud de los dirigentes eclesiásticos y una buena parte de quienes les siguen, mal vemos que la religión que nos ofrecen pueda servir a otra causa que al enfrentamiento y la discordia. /PC


Pep Castelló      [07.10.2006]

http://www.kaosenlared.net/noticia.php?id_noticia=24613

miércoles, 2 de agosto de 2006

Las razones del corazón

 

… son las que nos hacen vivir, por más que a veces son también las que nos esclavizan. Pero aun así, sin corazón no hay vida.

Todo ser humano vive esclavo de sus sentimientos, de su vida emocional, que es la que le impulsa o frena, según los casos. De eso y de su circunstancia, por supuesto. Pero incluso dentro de la realidad que nos ha tocado vivir, es siempre el corazón quien decide si luchamos por vencerla o si nos dejamos caer.

El corazón es lo que da la talla de la persona, lo que determina su grado de humanidad. No es el intelecto lo que nos hace humanos, sino la medida y el alcance de nuestro corazón, lo que éste nos mueve a hacer referente a los demás, las acciones a las cuales nos impulsa, la conducta que nos dicta.

Me vino todo esto a la cabeza después de recibir anoche un correo en el que una muy buena amiga, una persona a quien admiro profundamente por su bondad y su temperamento apasionado me contara que se siente arrebatadamente enamorada. Me lo cuenta de forma breve y concisa, pero con una tal expresividad que nada tiene que envidiar a la mejor literatura. Su escrito era tan sencillo y hermoso que me llenó de gozo.

Sentir amor es, a mi ver, la cosa más hermosa que todo ser humano puede sentir. Da igual por quien sea, persona física o ente abstracto recreado en nuestra mente, el amor lo vuelve todo bello. Es un filtro maravilloso que transforma nuestra propia mirada y nos da una visión excelsa de todo cuanto abarcan nuestros ojos, y especialmente de nuestro ser amado. Mirar con ojos de amor es el principio básico de la felicidad, y de ahí que todas las religiones hayan hecho de amar el primero de sus preceptos.

Amar es caminar hacia el cielo, es flotar entre nubes de sentimientos y sensaciones felices que nos elevan y transportan. Es transfigurar nuestro propio ser y ver transfigurado todo cuanto amamos. Es recrear la vida, el mundo y el universo entero, pues nada escapa a nuestro afecto cuando somos capaces de amar con toda nuestra alma.

Y ahí está el gran peligro del amor, en esa capacidad que tiene para transformar la realidad del objeto amado. De ahí que no se deba amar sin ton ni son, sino que convenga reflexionar todo lo posible antes de abrir las puertas de nuestro corazón, porque quien entra en él se adueña de nuestra alma y de nuestra persona. Conviene pues sopesar con cuidado, valorar el objeto candidato a nuestro amor antes de que éste despierte y tire de nuestro ser con fuerza irresistible, porque después esa reflexión será difícil. No digo imposible, pero sí difícil y aun a veces dolorosa.

Pero también hay que llevar cuidado al reflexionar, porque esa reflexión puede ser una trampa, un escollo para nuestro crecimiento humano, ya que quien por temor a sufrir se niega a amar renuncia desde ese mismo instante a la vida. Nada más inhibidor para el amor que el miedo al dolor o los prejuicios sociales, a menudo plagados de intereses materiales, tales como la acogida o el reconocimiento y las ventajas que comportan. Quien por esto último opta, hace sin duda la peor elección de cuantas tenía a su alcance, porque nada llenará más de vida su corazón que el amor, ya sea éste arrebatado o sereno.

Quedé anoche, después de leer y releer el bello mensaje de mi amiga, pensando cómo debió de ser el amor de María Magdalena, ese personaje ahora tan en boga dentro y fuera del mundo religioso. Y cómo el de todas las mujeres que aparecen en las narraciones evangélicas siguiendo a Jesús. Y dejando vagar mi mente imaginé que fueron ellas quienes con su amor le deificaron y fundaron el cristianismo. Con ese amor que a ellas les surge con tal facilidad de las entrañas que no queda sino pensar que es consubstancial a su propia naturaleza. Un cristianismo originariamente femenino pues, hecho de amor de mujer, con mente y cuerpo de mujer, con corazón de hembra.

Y pensé también a continuación hasta que punto los hombres estamos incapacitados para vivir conforme al amor. Tanto, que los machos dominantes de aquel tiempo no tardaron ni un suspiro en ahogar ese cristianismo originariamente femenino con elucubraciones mentales que acabaron dando lugar a dogmas, preceptos y normas. Y aun persisten en su actitud prepotente y desquiciada, con derechos canónicos y normativas que para nada entienden el corazón de mujer del cristianismo.

A mi bella, dulce y tierna amiga, que con tanto arrebato es capaz de amar, le deseo que su amor perdure y que crezca, y que encuentre a lo largo de su vida un sinfín de seres merecedores de ese amor suyo que tanto la enaltece. Que así la Vida se lo dé, para su felicidad y la de quienes la tengan a su vera.