La propiedad privada, base del patriarcado en opinión de
muchas mentes pensantes, es el principio que fundamenta la monogamia. La
transmisión de bienes por herencia, la certeza de que el patrimonio se transmite
a la par que los genes, exige la fidelidad de la mujer al hombre que la
fecundó. Esa exigencia es lo que da derecho a los hombres a controlar la vida
de las mujeres. De ahí a “la maté porque era mía”, hay solo un paso.
Sea o no sea ese el origen del patriarcado, lo cierto es
que la idea de bienes comunes ha ido menguando con el paso del tiempo. El
exterminio de quienes la compartían, en manos de quienes se rigen por la
codicia y el egoísmo, ha impuesto la propiedad privada junto con la aceptación
de “la razón de la fuerza” como principio rector en las relaciones humanas a
nivel social y personal.
Tan arraigada está la idea de lo propio en nuestra
civilización que difícilmente hallaremos un colectivo en el cual predomine la idea
de bien común, en el cual todo esté a disposición de quien lo necesite. En el
pensamiento hegemónico la generosidad que lleva a compartir va a la par con la
bobería.
Hasta tal punto se ha impuesto el concepto de propiedad
privada, que abarca incluso a los sentimientos. En el sentir general nadie que
esté bajo compromiso amoroso puede amar a nadie más que a la persona con quien se
comprometió. Es la cultura monógama. No tan solo la exclusiva corporal sino
también la afectiva.
Ni que decir tiene que una tal forma de pensar tiene que
topar con muchas dificultades. ¿Quién puede garantizar que va a satisfacer
todas las necesidades de su pareja? Por supuesto que nadie, a menos que la
pareja sea de piedra. El enamoramiento dura un tiempo y luego prevalece el
compromiso.
En una sociedad de pactos y propiedades, el contrato es
la base de toda relación humana. Más allá del sentir está el deber. Nada cuenta
el querer donde el deber impera. Se ama por obligación. Se quiere por
obligación. El deber exige sumisión absoluta al derecho ajeno. Se apedrea a la
adúltera hasta matarla. No al varón, ya que su infidelidad no pone en peligro
la justa transmisión del patrimonio.
Con el fin de no llegar a extremos tales, se inventó el
divorcio. Pero no la libertad de conciencia, ni el derecho a compartir. La
exclusividad permanece incuestionable. Las parejas que se formen tras el
divorcio deberán seguir las reglas de la monogamia. No es extraño, pues, que
cada día haya más mujeres con talento que renuncien al compromiso matrimonial y
aun de pareja en bien de su libertad.
Cuando amar es una obligación, lo primero que se conculca
es la libertad. Libertad para desear. Libertad para amar. Libertad para sentir
y vivir de acuerdo con los propios sentimientos. Se instala la esclavitud
emocional. Mengua el interés mutuo. Las obligaciones cotidianas pasan al primer
plano en la relación de la pareja. El descontento suele crecer a la par que las
exigencias. Ya no es el amor lo que les une sino conveniencias de orden
material o social, o la responsabilidad en caso de que haya hijos.
El sentido del deber habrá salvado a la pareja, pero a
costa del amor. En el mejor de los casos, los hijos crecerán en un ambiente
confortable, en el cual el orden y el deber prevalecerán sobre la libertad y el
amor. Pero también es posible que crezcan en un ambiente de manifiesto
descontento en el que abunden los reproches y las quejas. En cualquier caso, no
crecerán en un entorno de amor sino de obligación. El orden establecido primará
en su vida sobre la libertad. Para bien o para mal, la cultura monógama hará
nido en su mente.
No nos proponemos con cuanto antecede denostar la
monogamia sino tan solo reflexionar sobre algunos de sus inconvenientes, ya que
tenemos firme convencimiento de que todo pensamiento hegemónico merece ser cuestionado.
La monogamia tiene sus cosas buenas, y puede ser una forma de vida respetable.
Pero tiene también muchos inconvenientes que exigen ser superados.
Desde una perspectiva de superación humana, no resulta
aceptable ninguna forma de sumisión. No nos parece justo que nadie tenga
derecho a controlar los sentimientos de nadie. Es más, rechazar a alguien por
el simple hecho de no poder poseerle plenamente nos parece una mezquindad, un claro
desprecio al valor de esa persona, a lo que de ella nos puede enamorar.
Una relación de pareja basada en la fidelidad puede dar
la seguridad que la mayor parte de los seres humanos desean en su vida. Un
régimen autoritario y aun de esclavitud también puede ser, en cierto modo, una
garantía de seguridad, pero difícilmente lo será de felicidad. La persona
sometida deja de ser un ser humano con plenos derechos para convertirse en
objeto poseído. Mayor degradación, imposible.
Una relación humana basada en el autoritarismo nunca dará
luz a elevadas cotas de amor, de comprensión, de empatía, de solidaridad. Tan
solo el amor lleva al amor. Y el amor exige comprensión y generosidad.
Los seres humanos tenemos mucho que ofrecer en nuestras
relaciones, tanto sociales como de pareja. Pero no es razonable pretender que
alguien sea capaz de satisfacer en todo momento las necesidades afectivas de alguien.
No somos perfectos ni simples. Somos complejos. Y nuestras necesidades
afectivas también lo son.
Pensamos que las exigencias propias de la cultura
monógama deben ser superadas. Que hay que aprender a compartir afectos. A amar
libremente, sin exigencias. A gozar del amor que sintamos por nuestra pareja y
del que de ella recibamos. La libertad es el principio básico de la felicidad.
Sabemos que sustituir un paradigma sólidamente instalado
no es algo fácil. Cambiar de modo de pensar no está al alcance de la gente
común. Pero sí lo está reflexionar sobre el modo como vivimos. A eso invitamos.
/PC
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