martes, 23 de abril de 2019

El tiempo que se nos va y el que se avecina



Muere la actriz sueca Bibi Andersson, protagonista de numerosas películas de Ingmar Bergman. La noticia nos entristece y nos trae el recuerdo de los muchos personajes que con su hacer contribuyeron a forjar nuestro mundo interno, nuestro universo mental. Cada uno en su momento y en cada circunstancia nuestra. “Siempre es incierto el espacio de uno mismo en el que podemos, lentamente, edificarnos”, escribía en su propia lengua el poeta catalán Miquel Martí i Pol (la traducción es nuestra).

En permanente incertidumbre nos hemos ido edificando. Incertidumbre en el sentir, en el pensar, en el hacer. Y de esa incertidumbre han ido surgiendo nuestras actuales certezas y también nuestras dudas. Dudas que en su momento socavaron nuestra fe, esa confianza ciega en los principios y valores que han regido nuestro hacer. Y también nuestra esperanza en la consecución de un futuro más justo, más humano.

Quienes hemos vivido la mayor parte de nuestra vida adulta en la segunda mitad del siglo XX hemos visto en lo que llevamos del XXI cambios que nunca habíamos imaginado. La ciencia ha dejado de ser motivo de esperanza para convertirse en una amenaza, no tanto por ella misma como por las posibilidades de mal uso que ofrece. Los audiovisuales invaden la vida de las gentes y las subyugan hasta el punto de controlar sus sentimientos y su conducta. El mal llamado progreso destruye la naturaleza a pasos agigantados. El ser humano acumula cada vez más saberes pero menos sabiduría.

El tiempo que se avecina se parece muy poco al que vivieron quienes ahora se fueron, se van o estamos prontos a irnos. La conciencia de clase apenas se vislumbra. La máxima aspiración de la mayor parte de la gente es tener un empleo bien remunerado, sin importarles de qué bando se ponen con ello. Nada nuevo, pues mercenarios los hubo siempre. Pero ahora el afán de medrar parece ser la mayor de las aspiraciones de todo ser humano.

El pasado 14 de abril se ha cumplido acá, en España, el 88 aniversario de la proclamación de la II República. Igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Instrucción gratuita para el pueblo. Limitación de privilegios. Un conjunto de derechos humanos que no podía tolerar el poder opresor, que se alzó en armas. Miles de voluntarios de diversos lugares del mundo vinieron a defender la República. Pero se unieron los fascistas y vencieron.

Esa gesta de progreso humano y otras también trascendentales ni siquiera se recuerdan ya. Diríase que el pasado no cuenta. Y no obstante el presente y el futuro son herederos de él, porque nada surge de la nada. Nada conocemos, hasta el momento, que se origine en sí mismo. Todo tiene una causa, un ascendente. Todo proviene de pensamientos y de hechos que trascendieron.

La desmemoria es una constante en este tiempo de ahora. La desinformación impera. Los poderes hegemónicos han reescrito la historia y han borrado todo lo que no les convenía. Y lo siguen haciendo. La mayor parte de la gente ignora la verdad de casi todo lo importante, todo lo que puede mejorar la vida de millones de ser humanos a cambio de entorpecer los planes de quienes oprimen a la humanidad. El pensamiento colectivo está, a nivel mundial, en manos de malvados codiciosos. La tecnología les ofrece inmensas posibilidades. La inocencia está cada vez más desamparada.

La lucha entre el bien y el mal se está librando en todo el mundo en las mayores condiciones de desigualdad. En tanto los agentes opresores disponen cada día de más recursos, los que resisten tienen que valerse de las migajas que se desprenden de su opulencia manipuladora. Es el bíblico combate entre David y Goliat. Solo cabe luchar y confiar en lo imprevisto.

Confiar. Tener fe. Creer y actuar aunque dudemos, aunque no creamos firmemente, pero creyendo, eso sí, que solo nuestro hacer puede cambiar el extraviado rumbo de la humanidad. Que la inoperancia es suicidio colectivo. Que quienes ahora pilotan esa inmensa nave humana que puebla el planeta Tierra navegan sin rumbo, pues abandonaron la brújula hace tiempo y dejaron de mirar al cielo para orientarse con las estrellas. Que hay que arrebatarles el timón, como sea, antes de que naufraguemos definitivamente.

En este último tramo de nuestra personal historia, nada debe entibiar el afán de luchar y de amar que ha llenado de sentido nuestra existencia. De amar, sí, porque quien lucha en pro de un mundo mejor lo hace por amor. Por amor al bien común. Por amor a la humanidad, a esos millones de seres que son víctimas de la vorágine de los codiciosos. Dejar de luchar sería una deserción, un abandono imperdonable, un pasarse al enemigo, una indignidad no merecida que llenaría de oprobio nuestra memoria.

Para resistir nada mejor que pensar en todo lo bueno que nos legaron quienes nos precedieron. En sus luchas. En su fe. En esa fe que compartimos aun sin darnos cuenta a veces, aun sin querer, pese a todas las evidencias, pese a todos los malos augurios que los informativos nos traen.

No se trata de morir luchando, como preconizaba Petrarca, para honrar con una bella muerte toda nuestra vida. Se trata de vivir luchando hasta el último momento para transmitir nuestra fe con nuestro ejemplo. Para dar a quienes nos sucedan razones y motivos como los que nosotros recibimos de quienes nos precedieron.

Sabemos bien que el ser humano es diverso. Que cada cual es como es. Que hay quien parece haber nacido para oprimir; quien para someterse; quien para resistir todas las opresiones. Sabemos que eso es así y que difícilmente se podrá cambiar. Pero sabemos también que en el espíritu que anima a quienes resisten, está la esperanza. /PC


Publicado en ECUPRES

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