jueves, 31 de julio de 2014

Noche de tango en Barcelona


Un impresionante espectáculo de ballet acrobático con música de tango es lo que el pasado martes día 29 nos ofreció Mora Godoy en el Teatre Grec. Pura acrobacia. Derroche de habilidad y fuerza física. Pero a mi ver y para mi gusto, poca esencia de tango.

En el día había hecho exhibiciones de tango en la Plaça del Rei y en la Plaza Real, pequeño entorno medieval la primera y ochocentista la segunda. Por lo que muestran las fotos, ahí sí hubo tango. Según noticias, las diversas milongas de Barcelona se sumaron al acto y la asistencia fue máxima.

Entre diez y veinte años atrás el centro de Barcelona era una fiesta musical. Había músicos callejeros por todas partes y no faltaban entre ellos algunas parejas bailando tango al son de un radiocasete. No hacía falta pedirle permiso a nadie para ponerse a tocar en una esquina, en una plazoleta o callejuela cercana a la catedral, o en Les Rambles, o en cualquier lugar tranquilo y concurrido. Pero de pronto la intolerancia ciudadana cuajó en las ordenanzas municipales y de la noche a la mañana se acabó la música en la calle. Gran retroceso cultural y social que no parece indignar a nadie, excepto a quienes se valían de esas actividades para sobrevivir y a quienes de esa magnífica muestra de espontaneidad musical gozábamos.

A la salida del espectáculo, sentada en un pilar de las escalinatas que dan acceso a la parte alta del teatro, una anciana con un pequeño teclado electrónico de juguete sobre su falda tocaba una milonga. Era un callado desafío a todas las ordenanzas municipales, un desafío que mereció la aprobación de quienes lo advertimos y aprobamos con nuestra discreta colaboración. Por el acento y el modo de expresarse parecía argentina. Por su sonrisa afable y su modesta actitud, una persona tierna. Por el atrevimiento que demostraba, un ser admirable. ¿O acaso no es admirable que alguien comparta humildemente su arte y acepte a cambio lo que buenamente quiera dársele?

Vivimos en una sociedad que adora la opulencia, el poderío, la fuerza. Pocas son las muestras de humanidad que arrancan aplausos. De aquí que tras el derroche de poderío técnico que veníamos de admirar, aquella muestra de humildad casi franciscana nos llegase a lo hondo del alma. / PC


viernes, 11 de julio de 2014

La patria del rico y la del pobre

La patria del rico puede ser el mundo entero. La del pobre no es sino un sentimiento, un conjunto de emociones que lo unen al pueblo donde creció y a la gente entre la cual se crió. Rico es quien puede robar y matar impunemente. Pobre, quien no puede responder a esa violencia debidamente.

 
Israel bombardea Gaza y siembra la muerte en el pueblo palestino. Tiene armas y recursos para atacar a un pueblo pobre que no puede responder a sus agresiones debidamente. Ya casi se ha apropiado de toda Palestina. Cuando haya exterminado a toda la resistencia, cuando haya sometido a toda la población dirá, sin dudarlo un ápice, que aquella tierra es suya, que aquello es Israel. Impondrá allí su ley y la hará cumplir a rajatabla.

Así se formaron los actuales estados. Ningún pueblo vencido tiene estado propio. Y siempre el pobre fue el vencido. Ningún pueblo pobre y vencido se rige por propias leyes. Ningún pobre vive como quiere ni va a donde quiere. Tan solo los ricos hacen impunemente lo que les viene en gana. Ellos son quienes dictan las leyes y quienes deciden lo que es suyo, tanto a nivel estatal como privado. Su hábitat es el mundo. Su patria, el lugar donde tienen el dinero.

Hoy vemos como el pueblo palestino sufre la violencia de un Israel prepotente y rico. Es una agresión ya vieja que quizá esté llegando a su fin, por destrucción y extermino del pueblo agredido. Cuando ella concluya habrá dentro mismo de Israel un pueblo pobre que sufrirá el abuso del pueblo rico dominante. Quizá esa población sea de origen palestino, o quizá no, pero sin duda alguna será originaria de un pueblo pobre y vencido, tan pobre como ese pueblo palestino al cual ahora Israel bombardea con el fin de someterle y apropiarse de lo que queda del territorio que todavía hoy se llama Palestina.

El agresor es allí el rico, el judío rico, el imperialista rico. Siempre fue el agresor el rico y siempre lo será. Siempre el que tenga dinero será el que agredirá. Siempre el que pueda comprar armas, el que pueda pagar esbirros y desalmados mercenarios. Siempre el que no tenga escrúpulos, ni conciencia, ni respeto, ni amor por nada que no sea su poder y su dinero. Siempre el que tenga vocación de apropiarse de todo, de la tierra, de los bienes, de someter, de vencer, de esclavizar al otro, al vecino, al hermano... Por eso siempre vivió el rico a costa del pobre, de su tierra y de su esfuerzo, de su sudor y aun de su sangre.

El pobre no tiene patria, ni tierra propia, ni casa, ni más dinero ni ley que la que el rico le otorga. Da igual si es palestino, mapuche, saharaui, esquimal o miembro de pueblo o nación que no tenga propio estado. Porque siempre la patria del pobre es y será dominada por el rico y, como tal, por él legislada, gobernada y administrada. El pobre nunca gobierna en su patria ni en su casa, pues a lo más que le llega es a habitar en ella al modo como le indica y concede el rico que lo gobierna. Nunca fue el pobre dueño ni siquiera de su casa, pues que quien hace las leyes puede de hoy para mañana negarle cuantos derechos la tradición le otorgaba. Mala gente son los ricos. Mala gente que roba casas, tierras y patrias.

Sin temor a equivocarnos podemos afirmar que en el mundo real el pobre no tiene patria. Tiene, eso si, amor a lo que en su interno fuero siente que es su patria: un conjunto irracional de símbolos y recuerdos, de emocionantes momentos, de tradiciones, de lengua, de costumbres, de signos de identidad reales o imbuidos que lleva siempre consigo, que van allá a donde él va. De aquí que suela decirse que el pobre lleva la patria en lo más hondo del alma, en el propio corazón. Que la lleva a donde vaya, que la siente donde esté, ya sea como emigrante o ciudadano de hecho o de derecho. De derecho otorgado, cabe señalar, por los verdaderos dueños de la patria, es decir, por los ricos que allí mandan y gobiernan.

Apátridas en su tierra, ciudadanos del mundo con papeles o sin ellos, pero siempre a condición de someterse a los dueños, a los amos de las armas, del poder y del dinero, de la fuerza y del terror. De los que matan y roban impunemente, sin juicios ni castigos. De quienes compran las bombas y pagan a los verdugos que con ellas bombardean y asesinan y aterran.

El pobre no tiene patria, ni tierra, ni casa, ni huerto ni jardín, pues que el rico es el amo indiscutible del mundo entero. / PC

 
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domingo, 6 de julio de 2014

Cuando la verdad estalla, todos los mentirosos se suman al clamor


Me sublevan las actitudes hipócritas. Me subleva el oportunismo. Me subleva esa Iglesia que tan bien supo callar durante los años de represión y genocidio y tanto vocea ahora. Me subleva la doblez de ese Papa Francisco que con histriónica habilidad pone en escena dichos y gestos cuidadosamente pensados para cambiar la deplorable imagen que su Iglesia venía dando. Y me subleva la candidez de esa fiel grey que cual hinchada futbolera, sin mayor análisis de la realidad, le aplaude.

Me mueve a hacer la presente manifestación la declaración que el Secretariado Nacional del Grupo de Curas en la Opción por los Pobres emitió al conocerse el fallo en el juicio por el asesinato de monseñor Enrique Angelelli, ocurrido hace 38 años. Remarco uno de los fragmentos:

 “Queremos resaltar y nos alegramos por la actitud del Papa Francisco, al responder solícito al Obispo Marcelo Colombo que pidió conocer la verdad guardada durante años en el Vaticano. Abrir los archivos sirvió para probar que Angelelli estaba amenazado de muerte -algo que ya era sabido en Roma-; fue un gesto de honestidad que necesitaríamos ver más seguido”.

Es más que plausible que todo buen católico se alegre de que su Santa Madre Iglesia abandone la ignominiosa actitud que ha mantenido a lo largo de los años y que en tantas ocasiones puede haberle causado vergüenza. Pero a cualquiera que no asuma el papel de la más absoluta candidez se le ocurre pensar que 38 años de ocultación de un crimen no es sino complicidad con quienes lo cometieron.

Por más que el Obispo Marcelo Colombo y el Papa Francisco hayan hecho ahora lo que sin duda alguna debían hacer, no le salvan con ello la cara a la jerarquía eclesiástica, puesto que no han sido ellos quienes han empujado para que la justicia llegase hasta donde ahora llegó. Ha sido la sociedad civil quien ha clamado con insistencia mientras ellos callaban, mientras ocultaban unas pruebas que ahora son más que evidentes. No es pues como para aplaudirles sino para exigirles pública petición de perdón.

Está claro que la jerarquía católica inició una nueva línea estratégica desde la elección de Bergoglio como Papa. La imagen que esa Iglesia daba no la aceptaba ya una gran parte de su base. Los escándalos se sucedían. Las vergüenzas eran ya inocultables. Hacía falta un total descaro para ser católico y caminar con la cara alta, algo a lo cual no alcanzan más que la gente fanática y la clerecía adepta. Pero ese nuevo diseño de imagen gestual y verbal no logra ocultar el afán de poder que anida en lo hondo de esa jerarquía patriarcal, totalitaria y protagónica. Señalaremos algunos puntos.

En el caso de la mujer en la Iglesia ahí sigue rigiéndose por el viejo dicho: “la mujer, callada, la pata quebrada y en casa”, como bien muestra el contencioso con las religiosas norteamericanas.

“Toda división me preocupa”, afirma el Papa Francisco en el caso de Catalunya y Escocia en la relación con los respectivos estados de los cuales forman parte. Le preocupa la división, no lo que el pueblo considere justo.

“Los comunistas nos han robado la bandera de los pobres...”, que según él es cristiana. Y eso lo afirma después de que durante siglos la institución que él encabeza haya estado siempre al lado de los ricos explotadores. Inaceptable porque o le falta conocimiento de la historia, o le falta vergüenza. La bandera de los pobres nunca fue comunista ni cristiana sino que la enarbolaron quienes pelearon duro en favor de los más desfavorecidos. Que nadie se arrogue, pues, la propiedad de esa bandera humana como la que más, libre de ideologías y protagonismos.

Estas y más cosas son signos evidentes de lo que cabe esperar de la presente andadura de esa Iglesia Católica Romana que luce hoy un Papa aparentemente humilde que dice posicionarse al lado de quienes luchan por la justicia social.

El oportunismo de esa santa institución sigue tan activo como siempre. El pueblo, creyente o no creyente empuja y avanza. Quien no le sigue se queda atrás. Y con el actual modo de obrar de su jerarquía muestran claramente lo que todo el mundo sabe: que cuando la verdad estalla, todos los mentirosos se suman al clamor. /PC



viernes, 4 de julio de 2014

La ética del bien propio

“Bueno es todo cuanto me favorece y malo lo que no me favorece aunque favorezca a los demás”.

Esa es la fuente de “sabiduría” en la que beben quienes legislan en casi todo el mundo. Y es, sin duda alguna, la que rige en la conciencia de la mayor parte de la ciudadanía en esta sociedad nuestra civilizada y ordenada según los principios básicos del liberalismo económico, los cuales expresa con clara sinceridad y diáfana visión el dicho: “a cada cual lo suyo y robar cuanto se pueda”.

La ética del bien propio ha desbancado por completo a la ancestral Regla de Oro. Nada o casi nada de cuanto no contribuya al propio bien merece la consideración de nadie. El bien común apenas tiene sentido en la sociedad actual, en la que cada cual vela casi exclusivamente por el inmediato bien propio. La idea de que “el bien si no es común no es bien para nadie, ni aun para quien lo goza” no está presente en el pensamiento colectivo. Ni siquiera se alcanza a pensar aquello de “pan para hoy y hambre para mañana”. ¡Mañana! ¿Quién sabe quién estará vivo mañana? Apenas un porcentaje ínfimo de personas queda fuera de ese modo de “pensar”.
 
Ni religiones, ni ideologías, ni buenas costumbres, ni las proféticas amenazas de catástrofe irreparable en nuestra casa común el planeta Tierra que lanza de continuo la ciencia son capaces de derribar esos bastiones de puro egoísmo en los que se refugia el ser humano hoy día en este mundo deshumanizado. El juicio del vecino ya no cuenta para nada. La opinión que merece una conducta deshonesta no estigmatiza ya a nadie porque quien más quien menos está de acuerdo en que todo cuanto le favorece es bueno y que es tonto pensar lo contrario. No, no tiene donde agarrarse una conducta ética porque la sociedad en peso ha desanclado todos los asideros.

Si bien las consecuencias de tamaño desorden son más que evidentes, cabe preguntarse por la causa. ¿Cómo es que hemos llegado a semejante grado de desconcierto?

Sin duda un metódico análisis nos daría un sinfín de resultados, pues que todo mal se produce por un desencadenado de factores, pero sin temor a simplificar en demasía nos atrevemos a señalar dos que nos parecen principales, irrefutables y a la vez nefastos. Ambos son de orden estructural.

El primero de ellos es la forma de vida actual, individualista, competitiva. Nadie necesita la colaboración de nadie para ganarse el sustento. Al contrario, se necesita superar al igual y someterse luego por completo a la voluntad del “superior” de cuyo visto bueno depende el sueldo. Nada, pues, que nos humanice. Nada que nos dignifique, ya que toda sumisión es vejatoria y toda competencia es deshumanizadora. Poca ética puede surgir de semejante forma de vivir.

La otra gran causa que queremos señalar en cuanto a las conductas individualistas es el autoritarismo estructural. El ciudadano es un pelele al que se le exige que aporte a las arcas públicas una parte de sus ingresos personales sin posibilidad de controlar cómo son administrados. Quienes gobiernan ponen los impuestos a su antojo y luego hacen lo que les place con la hacienda pública. Nadie con un mínimo de información puede creer que su personal aportación va mayormente destinada al bien común. Luego, ¿cómo pedirle honestidad a la ciudadanía en lo referente a la personal declaración de renta? ¿Cómo pedirle a nadie que base su conducta en principios éticos y no haga cuanto pueda por escamotear el pago de impuestos? Y lo mismo cabe decir en cuanto a responsabilidades colectivas.

En una sociedad la ética debe estar en la base de su propia estructura si de verdad se quiere que sea generadora de conducta. Donde lo que priva es la injusticia y el beneficio propio no es posible que crezca el sentido de responsabilidad, que se mire como se mire es la base de toda conducta ética.

Sabemos que en aquellos gloriosos años de aires libertarios durante la breve República española se organizaron colectivos agrarios e industriales. Los industriales tropezaron con dificultades bastante difíciles de resolver, pero los agrarios funcionaron de forma ejemplar. Se cuenta que el colectivo carecía de una autoridad que vigilase las conductas individuales. Que era el colectivo en peso el que velaba por ellas. Primaba el compañerismo y cualquier gesto contrario a la ideología que unía al grupo era censurado de inmediato por quienes lo observaban, lo cual era motivo más que suficiente para que todo el mundo procurase que su conducta fuese irreprochable. El sentido de lo colectivo primaba sobre lo personal. El bien común ocupaba el primer plano.

Por supuesto que una tal conducta es impensable para aquellos que viven de la martingala. Y ni que decir tiene que ese sentido de lo colectivo está más que ausente en nuestra sociedad actual. Pero fuerza es recuperarlo, porque de seguir por el camino del egoísmo vamos a extraviarnos irremisiblemente. /PC