Muere la
actriz sueca Bibi Andersson, protagonista de numerosas películas de Ingmar
Bergman. La noticia nos entristece y nos trae el recuerdo de los muchos
personajes que con su hacer contribuyeron a forjar nuestro mundo interno,
nuestro universo mental. Cada uno en su momento y en cada circunstancia
nuestra. “Siempre es incierto el espacio de uno mismo en el que podemos,
lentamente, edificarnos”, escribía en su propia lengua el poeta catalán Miquel
Martí i Pol (la traducción es nuestra).
En permanente
incertidumbre nos hemos ido edificando. Incertidumbre en el sentir, en el
pensar, en el hacer. Y de esa incertidumbre han ido surgiendo nuestras actuales
certezas y también nuestras dudas. Dudas que en su momento socavaron nuestra fe,
esa confianza ciega en los principios y valores que han regido nuestro hacer. Y
también nuestra esperanza en la consecución de un futuro más justo, más humano.
Quienes
hemos vivido la mayor parte de nuestra vida adulta en la segunda mitad del
siglo XX hemos visto en lo que llevamos del XXI cambios que nunca habíamos
imaginado. La ciencia ha dejado de ser motivo de esperanza para convertirse en
una amenaza, no tanto por ella misma como por las posibilidades de mal uso que
ofrece. Los audiovisuales invaden la vida de las gentes y las subyugan hasta el
punto de controlar sus sentimientos y su conducta. El mal llamado progreso
destruye la naturaleza a pasos agigantados. El ser humano acumula cada vez más
saberes pero menos sabiduría.
El tiempo
que se avecina se parece muy poco al que vivieron quienes ahora se fueron, se
van o estamos prontos a irnos. La conciencia de clase apenas se vislumbra. La
máxima aspiración de la mayor parte de la gente es tener un empleo bien
remunerado, sin importarles de qué bando se ponen con ello. Nada nuevo, pues
mercenarios los hubo siempre. Pero ahora el afán de medrar parece ser la mayor de
las aspiraciones de todo ser humano.
El pasado
14 de abril se ha cumplido acá, en España, el 88 aniversario de la proclamación
de la II República. Igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Instrucción
gratuita para el pueblo. Limitación de privilegios. Un conjunto de derechos
humanos que no podía tolerar el poder opresor, que se alzó en armas. Miles de
voluntarios de diversos lugares del mundo vinieron a defender la República.
Pero se unieron los fascistas y vencieron.
Esa gesta
de progreso humano y otras también trascendentales ni siquiera se recuerdan ya.
Diríase que el pasado no cuenta. Y no obstante el presente y el futuro son herederos
de él, porque nada surge de la nada. Nada conocemos, hasta el momento, que se
origine en sí mismo. Todo tiene una causa, un ascendente. Todo proviene de pensamientos
y de hechos que trascendieron.
La
desmemoria es una constante en este tiempo de ahora. La desinformación impera.
Los poderes hegemónicos han reescrito la historia y han borrado todo lo que no
les convenía. Y lo siguen haciendo. La mayor parte de la gente ignora la verdad
de casi todo lo importante, todo lo que puede mejorar la vida de millones de
ser humanos a cambio de entorpecer los planes de quienes oprimen a la humanidad.
El pensamiento colectivo está, a nivel mundial, en manos de malvados
codiciosos. La tecnología les ofrece inmensas posibilidades. La inocencia está
cada vez más desamparada.
La lucha
entre el bien y el mal se está librando en todo el mundo en las mayores
condiciones de desigualdad. En tanto los agentes opresores disponen cada día de
más recursos, los que resisten tienen que valerse de las migajas que se
desprenden de su opulencia manipuladora. Es el bíblico combate entre David y
Goliat. Solo cabe luchar y confiar en lo imprevisto.
Confiar.
Tener fe. Creer y actuar aunque dudemos, aunque no creamos firmemente, pero
creyendo, eso sí, que solo nuestro hacer puede cambiar el extraviado rumbo de
la humanidad. Que la inoperancia es suicidio colectivo. Que quienes ahora
pilotan esa inmensa nave humana que puebla el planeta Tierra navegan sin rumbo,
pues abandonaron la brújula hace tiempo y dejaron de mirar al cielo para orientarse
con las estrellas. Que hay que arrebatarles el timón, como sea, antes de que naufraguemos
definitivamente.
En este
último tramo de nuestra personal historia, nada debe entibiar el afán de luchar
y de amar que ha llenado de sentido nuestra existencia. De amar, sí, porque
quien lucha en pro de un mundo mejor lo hace por amor. Por amor al bien común.
Por amor a la humanidad, a esos millones de seres que son víctimas de la
vorágine de los codiciosos. Dejar de luchar sería una deserción, un abandono
imperdonable, un pasarse al enemigo, una indignidad no merecida que llenaría de
oprobio nuestra memoria.
Para resistir
nada mejor que pensar en todo lo bueno que nos legaron quienes nos precedieron.
En sus luchas. En su fe. En esa fe que compartimos aun sin darnos cuenta a
veces, aun sin querer, pese a todas las evidencias, pese a todos los malos
augurios que los informativos nos traen.
No se
trata de morir luchando, como preconizaba Petrarca, para honrar con una bella
muerte toda nuestra vida. Se trata de vivir luchando hasta el último momento
para transmitir nuestra fe con nuestro ejemplo. Para dar a quienes nos sucedan
razones y motivos como los que nosotros recibimos de quienes nos precedieron.
Sabemos bien
que el ser humano es diverso. Que cada cual es como es. Que hay quien parece
haber nacido para oprimir; quien para someterse; quien para resistir todas las
opresiones. Sabemos que eso es así y que difícilmente se podrá cambiar. Pero sabemos
también que en el espíritu que anima a quienes resisten, está la esperanza. /PC
Publicado
en ECUPRES