jueves, 1 de septiembre de 2005

¡Niño, no molestes! *


Era una hermosa tarde de primavera, ideal para jugar con sus primos en el jardín de los abuelos o ir al parque a encontrar nuevos amigos. Pero su mamá había quedado con unas amigas y el abuelo estaba enfermo, de modo que, no teniendo con quien dejarlo, lo llevó con ella. Llegaron al paseo y caminaron hasta la terraza de un café donde una amiga de su mamá estaba sentada frente a una mesa esperándola. Se saludaron efusivamente y empezaron a hablar.

A poco llegaron dos amigas más y tras el ritual de los saludos se sentaron también y se entregaron con entusiasmo a una charla a cuatro. Hablaban de mil cosas al parecer muy interesantes, y alternaban las frases con expresiones de júbilo.

El estaba también allí, sentado al lado de su mamá, haciendo navegar por encima de la mesa el encendedor de ella y el paquete de cigarrillos de una de sus amigas. No escuchaba pero las oía, y no entendía que toda aquella palabrería pudiese hacerlas tan felices como aparentaban. Él no le encontraba la menor gracia a eso de estar sentado alrededor de una mesa.

Llevaban rato así y, a juzgar por lo animado de la conversación, había para bastante más.

- Mamá, ¿cuando nos marcharemos?
- Pronto.

Siguió la charla, y siguió la navegación tabacalera. Y a poco las naves, que habían recorrido ya todas las singladuras posibles sobre aquella mesa redonda, derivaron sobre el cuerpo de su mamá, subiéndole por el brazo y recorriéndole la espalda.

Su mamá, sin perder comba en la conversación, le sentó de nuevo en la silla y puso las naves encima de la mesa delante de él. Estaba claro que el ancho mar quedaba limitado a la superficie de la mesa.

- Mamá, mamá, ¿cuando nos marcharemos?
- Pronto, ya te dije que pronto.

Pero ese pronto se estaba convirtiendo en una eternidad, de modo que a poco...

- Mamá, mamá, -esta vez golpeándola suavemente en el brazo- ¿cuando nos marcharemos?
- ¡Niño, no molestes! Ya te dije que pronto.

No era justo. Su mamá charlando tan divertidamente con sus amigas mientras él estaba condenado a navegar en solitario por encima de la mesa. De haber sido mayor hubiese protestado formalmente, le hubiese dicho a su mamá que tenía que contar con él a la hora de organizar su agenda. Que no es justo obligarle a permanecer en una reunión en la que no puede participar. Que aquello era un flagrante abuso de poder.

Pero no era mayor. ¿Qué hacer pues, resignarse y seguir recorriendo una y otra vez los mismos mares hasta el fin de la tarde, o tratar por algún procedimiento a su alcance de poner fin a la charla?

Sobre la mesa estaban las copas de los helados ya vacías, y la de su mamá estaba justo en mitad de la ruta que en aquel  momento tenía trazada el paquete de cigarrillos, de modo que una colisión era posible aun sin quererlo... Y se produjo. Cayó la copa sobre la falda de su mamá y la manchó con los restos del helado.

- ¡Mira qué has hecho! Hoy te vas a quedar sin dibujos animados.

Bueno, pero al menos había conseguido detener la charla siquiera por un instante.


* * *

Habían pasado los años, y el curso de la vida con su continuo acontecer había postergado aquel incidente a algún rincón de su memoria, del cual ahora resurgía mientras caminaba bajo los árboles del paseo, de regreso a su casa, después de haber tenido un enfrentamiento dialéctico con casi la totalidad de sus compañeros de curso en un seminario sobre Biblia en el que participaba. Tal vez la soledad que acababa de vivir en medio de aquel nutrido grupo de hombres y mujeres que casi al unísono le acusaban de no compartir su fe cristiana había evocado la de aquella lejana tarde de primavera, y había hecho que resonase ahora en su memoria, casi como una imprecación, aquel también lejano «¡Niño, no molestes!».

Hacía años que había abandonado la religión, después de que el curso de su vida le demostrase que la Iglesia decía una cosa y hacía otra, y que además lo que predicaba estaba lleno a rebosar de fantasías que difícilmente podían haber sido hechos reales como decía. Ya no era sólo el Génesis contra Darwin, o la Inquisición contra Galileo, sino la realidad mucho más actual de una clerecía al lado de los ricos y de los gobernantes déspotas que solamente se acercaba al pueblo para recordarle las bienaventuranzas y dictarle normas de alcoba matrimonial.

Pero según dice el refrán, «quien tuvo, retuvo», y diversos acontecimientos acaecidos últimamente en su vida habían hecho que volviese a interesarse por la religión, si bien no del mismo modo que cuando era joven. La religiosidad de su niñez y juventud era una amalgama de emociones y sentimientos que día a día habían ido configurando, para bien y para mal, una buena parte de su estructura mental. Gozos y miedos habían alternado desde muy pequeño en su pensamiento y en su mente emocional, y le siguieron acompañando durante muchos años incluso después de abandonar la práctica religiosa. Ahora él, liberado ya de ese sentimentalismo religioso pueril, andaba buscando la razón de ser de todo el conglomerado de creencias que, lo quisiese o no, seguían latiendo en cierto modo en el fondo de su alma.

Su iniciación religiosa había sido la normal de su tiempo. Su mamá era católica, como la mayoría de las mamás, y su padre no. Pero nunca vio aquél mal alguno en que la abuela le llevase a misa los domingos y luego al catecismo para la primera comunión, que por cierto fue una fiesta en su honor. Y como eran los años de la dictadura, y la Iglesia y el gobierno habían firmado un concordato en virtud del cual la religión católica era la oficial del Estado y su enseñanza era obligatoria en todas las escuelas, no era cosa de oponerse y correr el riesgo de ser acusado de subversivo. De modo que al catecismo de la primera comunión y a las misas dominicales se les sumó la Historia Sagrada de la escuela, más la copia a tinta del Evangelio que el maestro escribía cada sábado por la mañana en la pizarra. Más los rosarios de todas las tardes del mes de mayo dedicado a la Virgen María. Más las confesiones para poder comulgar nueve primeros viernes de mes seguidos, una práctica que garantizaba la gloria eterna, y que ahora le llevaba a pensar que tal vez por creerla cierta había tantos católicos que pecaban tan relajadamente.

Ya de joven perteneció a la Acción Católica. Entonces su vida religiosa se incrementó considerablemente hasta el punto de llevarle a comulgar a diario, y a aprender a ayudar a misa en latín, que era lo que entonces se llevaba. Y no podía faltar la también diaria visita al Santísimo, una media hora larga de rodillas delante del Sagrario. Y las velas nocturnas de Semana Santa. Y las procesiones y Viacrucis en las que como sayón formaba parte del Cuerpo de Portadores del Santocristo. No entendía ahora cómo con toda aquella inmersión religiosa su confesor había fracasado en su intento de meterle en el Opus Dei.

Pero todo eso quedaba ya muy atrás en el tiempo y en su conciencia. Su actual interés por la religión estaba motivado principalmente por un par de libros que le había prestado una amiga, uno de Pere Casaldàliga y otro de Torres Queiruga, que junto a unos cuadernillos publicados por los jesuitas de «Cristianisme i Justícia» planteaban una forma de religión mucho más humana y más acorde con el sentido común que la que él conocía. De modo que se interesó por ella y, poco a poco fue descubriendo otros autores, como Leonardo Boff, Louis Eveli, Jacques Gaillot, Anthony de Mello y otros varios que despertaron su interés por el pensamiento religioso hasta el punto de ponerlo de nuevo en el primer plano de su vida.

Su búsqueda se hizo intensa a partir de entonces. No perdía ocasión de leer cuanto estaba en esa línea de pensamiento religioso o de conversar con quien suponía que la compartía. Pero duras decepciones le cayeron encima en este último punto, porque lo único que encontró a su alrededor fue la religión católica de siempre con las mismas creencias y prácticas de siempre, por más que ahora se presentaban ligeramente maquilladas.

En vano buscó un grupo humano que se interesase por la misma forma de religión que él encontraba en los libros que leía. Los amigos que le habían acompañado por la vida durante sus años de increencia eran casi todos anticlericales y no entendían ese repentino ataque suyo de religiosidad. Las personas religiosas que conocía seguían aferradas a la tradición de siempre, y para ellas él era un agnóstico que hasta cierto punto podía atentar contra su fe. De modo que allí estaba, caminando por el paseo a la caída de la tarde mientras en su mente resonaba obsesivo aquel «¡Niño, no molestes!».


* * *

No era persona que se rindiese fácilmente. Ya no lo fue de niño, como bien demostraba el naufragio de la copa de helado, pues mucho menos ahora, ya mayor, después de que la vida le hubiese endurecido. De modo que en este terreno del pensamiento religioso se iba a comportar de la manera que le era propia, y pese a todas las adversidades con que tropezaba y con las que ya de antemano suponía que iba a encontrar, seguiría investigando en solitario en busca de la Verdad que presentía.

Pensaba que tenía que haber forzosamente una explicación antropológica de las tradiciones religiosas accesible a cualquier persona actual que tuviese un nivel de cultura medio y ganas de saber. Había leído varios libros que explicaban los fenómenos místicos y religiosos a partir de las investigaciones neurobiológicas que se estaban llevando a cabo recientemente, y le parecía razonable. Ello no le impedía dedicar al final de cada día unos instantes a su vida interior, a revivir los momentos más trascendentes de la jornada y a reflexionar sobre ellos. Era su oración de agnóstico, como el decía, con la que había sustituido las plegarias vespertinas de su niñez, convencido como ahora estaba de que no había en lo alto del cielo ningún Dios bondadoso escuchándolo. Si alguna vez lo hubo, pocas veces le había concedido lo que le pedía, o por lo menos nunca supo si era Dios quien se lo concedía o si le venía con el curso normal de la vida, de modo que... Pero con todo, esta convicción suya de ahora no impedía tampoco que con frecuencia en mitad de su plegaria asomase la nariz solapadamente aquel Dios antropomorfo de su niñez y juventud, si bien ahora no tenía aquel terrible semblante de entonces. Y es justamente esta plegaria suya lo que no le dejaba entender qué problema tenían los curas para aceptar la realidad de la naturaleza humana y adecuar las explicaciones religiosas a ella. Por más que se esforzaba no alcazaba a ver por qué preferían seguir con todas aquellas increíbles monsergas que le habían alejado de la Iglesia no tan solo a él sino a casi todos sus amigos y que seguían generando increencia por espuertas en su entorno al ofrecer una religión de carácter mágico que no concordaba en absoluto con el pensamiento moderno y con el nivel de conocimiento humano del mundo actual.

Hacía ya tiempo que un sacerdote con el que mantuvo largas conversaciones le había dicho que la Biblia entera era un libro didáctico que había que leer como si fuese poesía, ya que lo importante no era lo que decía sino lo que nos daba a entender. ¡Fantástico! Estaba entusiasmado con esta idea y a partir de ella empezó a recordar los Evangelios copiados los sábados por la mañana en tinta en su cuaderno escolar, y a revivirlos con nuevas lecturas.

Con todo, algo no le cuadraba porque si la religión no era más que un camino de salvación individual para la otra vida, como le habían enseñado de pequeño, pues la verdad es que no le interesaba en absoluto porque del más allá él no esperaba nada. ¿Quién se lo garantizaba? La religión que él buscaba tenía que servirle para vivir acá, a él y a sus allegados y vecinos. De otro modo, ¿para qué la quería? Hacía ya años que había desechado una religión que le invitaba a mirar al cielo y a ignorar lo que ocurría en la tierra, de modo que lo que ahora buscaba era una religión verdaderamente terrenal y humana, que le permitiese ver el rostro del Creador -si es que esa idea de la creación seguía siendo válida- en sus criaturas. Y a decir verdad, lo único que hasta el momento había encontrado en su entorno eran cultos que generaban más amor a los símbolos religiosos que a lo que ellos representaban.

Bueno, estaba claro que tenía que seguir buscando. Él no era teólogo ni filósofo, ni falta que le hacía. Era tan sólo un maestro de enseñanza primaria jubilado, de modo que no le correspondía a él desenredar la madeja de creencias que tan trabajosamente habían enredado durante siglos los sesudos varones de la Iglesia. Él tan sólo iba a reclamar su derecho a que se la desenredasen. No estaba dispuesto a que semejante lío lo excluyese, lo dejase fuera del juego religioso. Pero no del juego que ellos tenían ahora sino de uno que le valiese la pena. Porque ¿de qué le hubiese valido a él que su mamá y sus amigas le hubiesen dejado participar en aquella absurda conversación que tuvieron alrededor de la mesa aquella lejana tarde de primavera? Él pedía algo que conviniese a ellas y a él mismo. Tan sólo eso. Estaba en su derecho puesto que su mamá le había llevado allí sin su consentimiento, al igual que sin su permiso la Iglesia le adoctrinó en su día condicionando su mente para toda la vida. De modo que le daba igual si eso significaba que iba a tener que naufragar una y mil veces y oir repetidamente aquel inmisericorde ¡Niño, no molestes! Estaba convencido de que al final la Iglesia iba a comprender que no es justo enseñar un Evangelio que despierta inquietudes para luego defraudar, del mismo modo que su mamá y sus íntimas amigas llegaron a comprender aquella lejana tarde que no es justo traer al mundo una criatura para tenerla luego silenciosa y sometida a su arbitrio.

La tarde ya caída empezaba a oscurecer y las luces de la calle lucían tenuemente. Había llegado ya al portal de su casa donde coincidió con una joven vecina y su niño. Se saludaron, y ya en el ascensor iniciaron una breve conversación de circunstancias. De pronto el niño le tiró suavemente del pantalón y alzando el otro brazo le mostró un juguete que llevaba en la mano. Puesto que era la mamá quien tenía en aquel momento la palabra, él tardó un poco en prestar atención al chiquillo, por lo que este insistió. La mamá, sintiéndose tal vez obligada a quedar bien delante de su vecino ya mayor dijo

- ¡Niño, no molestes!

Él miró con atención al niño, y tras afirmar con convincente seriedad que el juguete era verdaderamente bonito, dirigiéndose a la mamá le dijo.

- No se preocupe. Los niños no molestan nunca cuando se les atiende.



* Cábalas de un agnóstico - Capítulo I
Publicado en TAMBO, foro de diálogo de KOINONIA
el año 2005 allá por el mes de setiembre.