sábado, 17 de mayo de 2008

El sagrado orden

«Si no hay libertad para ofender, no hay libertad de expresión». (Salman Rushdie)


Parece exagerado y tal vez lo sea, porque en principio a nadie le parece bien la ofensa como norma relacional. Pero vayamos por pasos: «el respeto debido», «la obediencia debida», ¿qué son sino murallas para hacer intocables a quienes están arriba?

Desde una óptica conservadora, esta frase atribuida a Salman Rushdie es inaceptable. Pero es que desde ese punto de vista también lo es todo cuestionamiento del orden establecido. El “orden”, tal como lo entienden las mentes conservadoras, es sagrado. Y a poco que se mire se verá que esa sacralización incluye los privilegios de quienes lo gozan y lo sostienen, que es tanto como decir sus logros a hierro y a fuego consolidados luego mediante leyes y costumbres.

Si no hay libertad para llamar a las cosas por su nombre, algo que para quienes están instalados en la mentira es siempre una ofensa, no hay libertad de expresión. Y si no hay libertad de expresión no hay posibilidad alguna de cuestionar nada de cuanto quienes ostentan el poder consideran sagrado, y todo permanece inmóvil gracias a ese sacrosanto respeto que desde lo alto ha sido instaurado. Y no por ningún dios precisamente sino por la astucia y falta de escrúpulos de quienes tienen su trono posado sobre lomos ajenos.

El orden establecido se asienta sobre la programación de las mentes de todos y cada uno de los individuos de una sociedad, y cambiar esa programación es muy difícil, por no decir imposible. Cualquier cambio profundo en la mente de alguien es un trastorno grave que el individuo intenta evitar a toda costa porque le desestabiliza. De aquí que el poder, una vez instaurado, cueste tanto de remover, porque son los mismos individuos quienes lo defienden enconadamente.

En una sociedad gobierna y manda e impone su orden quien controla las mentes de los individuos. De ahí que quienes ostentan el poder muestren tanto celo en mantener intactos los fundamentos emocionales básicos de ese control, y no dejen el menor resquicio a nada que los pueda mermar. A este fin se han aplicado siempre los censores e inquisidores de todas las épocas, quienes junto con los proselitistas han tenido la misión de mantener y consolidar la colonización mental de los individuos en bien del orden establecido.

Pero ocurre a veces que ese orden no es sino aparente; un ordenado desorden que sirve para esconder y si es preciso justificar cuanto de inaceptable hay en una sociedad; una falacia tan hábilmente tramada que ha calado hondo en el alma de quienes ingenuamente la comparten. Y cuando esto ocurre, todo cuanto se dice y se hace para desenmascarar tal mentira será un atentado al orden y a las buenas costumbres.

No es tan exagerada pues la frase de Salman Rushdie. Es más, yo la ampliaría y diría: si no hay libertad para ofender, no hay libertad de expresión ni posibilidad de cambiar el orden establecido.



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