lunes, 5 de mayo de 2014

La gran tarea revolucionaria

Colonizar las mentes, extender el paradigma capitalista por todo el planeta es la más poderosa arma del imperio. Liberar las mentes de ese modo de ver la vida es el primer paso para sustituir las estructuras opresoras por otras al servicio del bien común controladas por el pueblo.


El opresor sabe bien que sin la colaboración de los oprimidos la opresión no es posible. Sabe que a un pueblo insumiso quizá lo pueda exterminar, pero nunca lo podrá doblegar. Sabe que su triunfo depende de que el pueblo acepte, de grado o por fuerza, la opresión. A tal fin hace cuanto tiene a su alcance por presentarla como si de un bien se tratara.

El obrero que acepta una jornada agotadora a cambio de un sueldo miserable es porque no le queda otra. Los medios de producción son del amo. Las leyes y las fuerzas represoras protegen esa propiedad. Luego acepta lo que le ofrecen o se queda sin nada. Esa miseria es para él un bien necesario, por el cual está dispuesto a competir y aun a traicionar sus propios intereses, hasta el extremo de negarse a participar en cualquier reivindicación colectiva que pueda ponerlo en peligro.

Pero no siempre la carencia de medios de producción propios está en el origen de la sumisión. El campesino que abandonó su propio campo y se fue a trabajar a una fábrica, lo hizo porque pensó que ese sería un trabajo más cómodo y que le permitiría una vida más muelle, con dinero, comodidades, lujos... Ahí hubo una oferta tentadora, bien presentada por la publicidad que controla el opresor. El oprimido entregó su libertad a cambio de lo que tenía por una mejora en su forma de vida. Renunció a sus valores y aceptó como tales los que el opresor le ofreció. Pensó que un buen sueldo era mejor que su libertad. Mordió el cebo y cayó en la trampa.

Hoy día más de la mitad de la población mundial vive en grandes ciudades. Muchas y muy diversas han sido las causas que han impulsado a esas grandes muchedumbres a congregarse en esos inmensos rediles, pero en la mayor parte de los casos está implícito lo enunciado en los párrafos anteriores. De esas ingentes multitudes, tan solo una minoría dispone de medios propios de subsistencia. La gran mayoría vive de un sueldo. Pero tanto la población propietaria como la asalariada están sujetas a las disposiciones que dictan los poderes de turno. Nadie se libra de las garras del poder.

El poder hace que los estados dicten leyes que le sean favorables y que las hagan cumplir. El poder es el amo. Su arma principal es el control del dinero, de los sueldos que recibe la población. Pero eso no basta. Para que el dinero tenga el poder de controlar las conductas de las masas es absolutamente necesaria la estupidez colectiva. Sin ella, el dinero pierde su fuerza en los más de los casos.

La estupidez colectiva se consigue de diversas formas, pero principalmente mediante la publicidad. Antaño era el hambre lo que motivaba las migraciones. Hoy es la seducción del consumismo. La gente cruza mares y desiertos, aun a riesgo de su propia vida muchas veces, atraída por el lujo que muestran las pantallas de los televisores. En ningún momento piensan quienes así hacen que no toda la población puede acceder a semejantes maravillas y que posiblemente sean ellos quienes lleven la peor parte en ese otro mundo al cual anhelan pertenecer.

Lo primero que hace la mayor parte de la población emigrante cuando se establece en su nuevo destino es comprarse un televisor. En la mágica pantalla de ese artefacto puede seguir soñando con los codiciados bienes por los cuales apuesta su vida entera. A través de ella el capitalismo seguirá cultivando en la mente de esas personas el amor a la ideología que las esclaviza. Hará que la codicia impere en sus corazones. Que el principal de sus valores sea la posesión de bienes de consumo. Pero sobre todo hará que su ética esté condicionada al triunfo personal sobre los demás.

En una mente poseída por la ideología capitalista no caben ni la solidaridad ni los más elementales principios de justicia. Tan solo la motiva la vanidad del triunfo. El espíritu revolucionario le es tan ajeno que ninguno de los valores por los que la revolución apuesta le hace mella. Su sumisión es completa. Su entrega al opresor es incondicional. Y lo peor del caso está en que cuando acepta rebelarse lo hace casi siempre sin salirse del paradigma mental que la aprisiona. Reclama, sí, pero más de lo mismo.

Romper esa cadena esclavizante. Hacer que la gente que nos rodea descubra los valores que nos hacen seres humanos libres y dignos es la gran tarea revolucionaria. La lucha tiene mil frentes. Cada cual debe escoger aquel que mejor le parece para su personal combate. ¡Ánimo! Y que el espíritu de la revolución nos dé fuerza. /PC

http://www.kaosenlared.net/secciones/s2/opinion/item/86854-la-gran-tarea-revolucionaria.html

 

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