lunes, 10 de junio de 2013

La plegaria del ateo


Aparcó el auto en la explanada que había delante del pequeño monasterio de monjas benedictinas que se encuentra un buen trecho antes de llegar al santuario de la Virgen de Montserrat, patrona celestial de Catalunya. Iba en calidad de chofer de unas mujeres que querían subir a pié, a modo de peregrino, desde ese lugar hasta lo alto del santuario, a una hora de empinado camino.

Él iba a hacer el mismo recorrido, pero solo a título de acompañante, pues hacia ya muchos años que había renunciado a toda creencia religiosa. Aun así, la mañana era hermosa, el tiempo estaba claro, el cielo luminoso y una brisa suave ligeramente fresca invitaba a caminar.

Al punto de partir, inesperadamente rompió a sonar la pequeña campana de la capilla del convento que advertía a las religiosas que era la hora del rezo. Su sonido era discreto, levemente áspero, casi como de cencerro. Nada que ver con el de la majestuosa campana del santuario, que se oía desde todos los confines de la sagrada montaña y cuyos golpes de badajo expandían ondas que hacían parpadear las llamas de los cientos de cirios que ardían en honor de la Virgen. No, el de aquella modesta campana era un sonido humilde, como la vida misma de las religiosas que su toque convocaba.

Quizá fue esa manifestación de humildad lo que le hizo sentir ganas de compartir los rezos de las monjas. Comunicó su deseo a las mujeres que acompañaba animándolas a echar a andar, diciéndoles que ya las alcanzaría, y se dirigió hacia la capilla.

Se sentó en un banco que había junto a la puerta, arrimado a la pared. El lugar que ocupaba estaba en penumbra. Las monjas entraban caminando despacio y sin hacer ruido ocupaban su lugar en el centro de la pequeña nave. A poco la campana calló. El silencio se hizo absoluto durante unos segundos. De pronto unos sonidos aflautados salieron de entre los tubos de un pequeño viejo órgano y una fina voz de mujer entonó un salmo.

Los rezos se iban sucediendo. Ora un canto a solo, ora una respuesta coral, ora una plegaria recitada... No había nada extraordinario en todo aquello, nada misterioso, nada sobrecogedor... Ninguno de los tópicos que suelen asociarse a lo sagrado parecía estar presente en aquella plegaria que se iba desarrollando con un aire como cotidiano, como de tarea colectiva común. Ninguna emoción fuerte le embargaba. No aparecía en ningún rincón de su mente Dios supremo alguno dispuesto a tocarle el corazón con su invisible dedo. No, nada. Tan solo paz, serenidad, calma absoluta en su mente. Tanta calma se había adueñado de él que ni siquiera podía balbucear una plegaria, expresar un deseo. Y no es que no lo tuviera, sino que...

Permaneció allí sentado con la mente casi en blanco hasta que terminaron los rezos. Las monjas fueron saliendo de la capilla con el mismo religioso silencio que habían entrado y cerraron tras de sí la puerta que daba al convento. Estaba solo. Entonces pensó en qué le hubiese pedido a Dios si de algún modo éste se le hubiese hecho presente. Sin duda alguna habría pedido algo que deseaba con toda su alma, algo por lo que gustosamente hubiese dado su propia vida de inmediato. Pero no formuló la petición. No la puso en palabras siquiera mentalmente. Se limitó a sentir vivamente dentro de sí ese deseo.

En eso estaba cuando de pronto una voz le dijo algo así como “discúlpeme pero tengo que cerrar la capilla”. Allí, a su lado una religiosa bajita, muy bajita, que entre la penumbra y la oscuridad del hábito se le hacía casi imperceptible, lo miraba con ojos bondadosos. Se levantó, pidió disculpas a su vez y salió al atrio. Seguía estando solo, pues el lugar era tan silencioso como el interior de la capilla... Solo que lleno de luz. Frente a él la pequeña explanada donde tenía aparcado el auto y un entorno de montaña y fronda.

Se sentó en uno de los peldaños de acceso al atrio y miró al cielo. La luz era deslumbrante en aquella hora del día. Sonrió pensando en lo ingenuo que le parecía imaginar que allá en lo alto podía haber un Dios esperando su plegaria, esa que no había verbalizado siquiera mentalmente. ¿Para qué? Si Dios era Dios, no necesitaba discurso alguno. Pero si él era hombre y quería ser algo más que una simple bestia, sí que necesitaba llenar su corazón de buenos deseos. De ahí que diese por bien empleado ese rato que había compartido con las religiosas en la capilla y el que estaba viviendo en aquel instante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario