Vivimos tiempos difíciles. En unos pocos años hemos
retrocedido siglos de lucha social. El absolutismo que hoy impera nada tiene
que envidiar al de los viejos tiempos, cuando la realeza era quien dictaba las
leyes a su antojo. Hoy quienes las dictan son las entidades financieras, las
cuales no son elegidas democráticamente, como tampoco lo eran los reyes.
Nuestra maravillosa civilización occidental, de raíz
supuestamente cristiana, ha generado sociedades con muy poca conciencia social y
sin más principios que la propia conveniencia. Damos por bueno lo que nos va
bien y nos importa muy poco si a alguien le va mal. Propiedad privada y
competencia son principios que nadie discute, pese a que están destruyendo la
naturaleza y acabarán con la especie humana en menos tiempo del que la gente
imagina. El capitalismo ha impuesto su ideología en todo el mundo “civilizado”.
Pese a esa falta de conciencia social que señalamos, la
cual fue el motor de las luchas de clases de final del siglo XIX y principio
del XX, se dan protestas colectivas. La gente sale a la calle y pone el cuerpo.
Y no siempre lo hace con la idea clara de alcanzar un fin, sino con la de
testificar con su presencia un descontento que late en lo hondo de la mayor
parte de la sociedad. Ahí tenemos las “primaveras árabes” del 2010, el 15M
español de 2011, y toda una serie de movimientos de similares características
que se sucedieron y todavía se dan.
Una de las cosas que caracteriza a esos movimientos de
masas es la ausencia de un fin político debidamente razonado. La gente protesta
porque está harta. Si alguien les dijo que con esas protestas iban a alcanzar
la Luna, puede ser que se lo crean o puede que no, pero eso no impide que
salgan a la calle, porque lo que une a todo ese gentío es el hartazgo,
Coinciden en su deseo de cambiar lo que no les gusta y en la necesidad de creer
que con su protesta pueden desterrar la opresión y alcanzar una libertad
satisfactoria.
Sin duda los poderes políticos se valen de ese sentimiento
colectivo para fines que nada tienen que ver con lo que el pueblo desea. Ya
vimos en qué quedaron las revueltas norteafricanas, así como la escasa
repercusión política del 15M español. El poder sigue en las mismas manos y las
posibilidades de quitárselo son más que remotas. La fuerza represiva de los
estados es cada vez mayor y a ella hay que añadirle actualmente la capacidad de
persuasión de los medios informativos que controla.
Si miramos fríamente los movimientos de protesta actuales
veremos que los hay de dos clases, los espontáneos, que responden a quejas más
o menos concretas de la ciudadanía, y los dirigidos, que suelen tener fines más
políticos que sociales y que tienen siempre una gran carencia de reflexión
colectiva en torno al objetivo final. Quienes en estos últimos se manifiestan
siguen consignas, pero en ningún momento se da un debate profundo de las
afirmaciones que contienen. Y así, puede ocurrir que el pueblo esté luchando
por objetivos que ni siquiera sospecha.
Ninguna de las dos clases de protestas que acabamos de
referir son revolucionarias. No se proponen cambiar el orden establecido sino
hacer que quienes gobiernan tomen conciencia de que pueden tener una grave
pérdida de votantes en beneficio de sus opositores, algo que siempre preocupa a
los políticos. Son protestas vacías de esperanza. No hay estrategia ni plan
alguno previamente establecido. Es casi un darle gusto al cuerpo, porque el
descontento no se puede ya contener. Protestamos con la convicción honda de que
nada sustancial vamos a cambiar. Pero si más no, sembramos.
Hace años que perdimos la esperanza de alcanzar la
utopía. La sabemos cada vez más lejana. Pero no perdemos la Fe que nos mueve a
luchar. Hacemos lo que creemos que debemos hacer. Lo hacemos con plena
conciencia, con convicción profunda, porque ese hacer, ese luchar es lo que nos
mantiene vivos. Lo que nos permite vivir sin esperanza, a la vez que no nos
deja caer en la desesperanza.
No es triste luchar así. Somos conscientes de que el
cambio no es posible, pero no nos resignamos. Somos conscientes de las grandes
fronteras que hay dentro de nuestro mundo entre el cuarenta por ciento
acomodado y el sesenta por ciento desposeído. Sabemos que los de arriba
seguirán estando siempre arriba y que nosotros, pueblo, estaremos siempre abajo.
Pero aun así protestamos. Tenemos necesidad de protestar. Somos pueblo, pero
seres vivos, no objetos. Quien nos quiera esclavizar va a tener que
enfrentarnos. /PC
PUBLICADO EN ECUPRES
27/11/2017
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