Hay un asunto en la tierra más importante que Dios
y es que nadie escupa sangre pa’ que otro viva mejor.
(Atahualpa Yupanqui) [1]
Mucho se ha dicho y escrito sobre Dios a la hora de
determinar conductas éticas. Identificar al Ser Supremo con el bien es lo
recurrente en las tres grandes religiones del libro. No obstante, en nombre de
ese Dios en el cual fundamentan sus principios, las tres sin excepción han
protagonizado iniquidades de todo orden. ¿De qué les sirve, pues, esa creencia?
En diálogo epistolar sobre la ética preguntaba el
Cardenal Martini a Umberto Eco [2] en qué basan la ética quienes no creen en
Dios. Eco respondía que la base está en la consideración del otro y Vittorio
Foa lo redondea diciendo “en cómo vivo en el mundo” [3]. “Dime cómo vives y te
diré quién eres”, dice el refrán popular. Y también el lenguaje llano viene a
dar respuesta a la gran pregunta del fundamento ético cuando califica de
inhumanas las relaciones en las cuales se maltrata de modo inaceptable a alguien.
Nos viene esto a la cabeza tras las lecturas del escrito
de Leonardo Boff titulado “Una santa que
no creía en Dios” [4] y el de Sergi
Pujales “Dussel y los refugiados” [5].
Para Boff, hombre creyente, la conducta compasiva da testimonio de Dios aun
cuando quien la siga no sea creyente. Para Dussel, el origen del mal arranca de
la ignorancia del otro, de la desconsideración. Señala que pensadores admirados
por la eurocéntrica intelectualidad de nuestro mundo actual sostuvieron principios
de una inhumanidad tal que a cualquier ser humano mínimamente reflexivo los
descalifica por completo. ¿Será que el mucho saber ahogó el pensar? ¿O será que
la mente humana elabora el discurso que para su mayor bien el corazón le exige?
Que el pensamiento desvaríe en sus elucubraciones
intelectuales no es nada nuevo, pero que en pleno siglo XXI el planeta tierra
esté habitado por seres que tienen en su inmensa mayoría conductas
extremadamente inhumanas, tales como las que señala Pujales en su escrito, por
poner un ejemplo, es algo alarmante en grado sumo que está pidiendo a gritos
una reflexión tanto personal como colectiva.
En opinión de quien esto escribe, no es el silencio de
Dios lo que da lugar a la inhumana conducta del mundo actual sino que lo es el
silencio de nuestras conciencias. Dios no había “muerto” todavía cuando las
cruzadas medievales y las quemas de herejes dejaban huella en la historia de la
humanidad. Dios sigue vivo todavía en muchos pueblos que pregonan su supremacía
sobre los pueblos vecinos y creen en el derecho que esa superioridad les da a
exterminarlos. Con todo el respeto que merecen las aportaciones que las
distintas religiones han hecho a la humanidad, los hechos demuestran que el
santo temor de Dios no basta para guiarnos hacia conductas verdaderamente
humanas. Así lo da a entender el mismo Jesús de los evangelios cristianos en la
parábola El Buen Samaritano. No son las creencias religiosas lo que lo mueven a
aquel pagano a la compasión sino su buen corazón.
Llegado este punto no podemos sino preguntarnos: ¿qué es
lo que ocurre en este mundo nuestro que anda tan descarrilado? ¿Qué hay y qué
no hay en nuestro modo de vivir que sea causa de tanta inhumanidad?
Eduardo Galeano decía en una entrevista que le hicieron
en Barcelona que cuando visitó las cuevas de Altamira pensó que si nuestros
antepasados no hubiesen sido capaces de compartir caverna y comida la humanidad
hubiese desaparecido. También Kropotkin participa de esa idea cuando dice que
en sus investigaciones en Siberia observa que sobreviven las especies que
colaboran, no las que compiten. ¿Cómo va a sobrevivir, pues, esta humanidad
nuestra, esclava del pensamiento capitalista que lo basa todo en la
competencia?
Competir para ser más que el otro, humillar al vencido
para propia vanagloria, despreciar al más débil, ignorar a quien padece nuestra
violencia para sacarlo de nuestra conciencia… Eso es lo que conlleva nuestro
modo de vivir bajo la ideología capitalista que domina el mundo. Guerras de
rapiña, desigualdad social extrema, violencia institucional de todo orden nos
destruyen en la medida que destruyen nuestro sentimiento de pertenencia a la
gran familia humana. En la medida que anteponen la victoria sobre los demás al
cuidado que todo ser humano necesita. En la medida también que destruyen la
aldea global que habitamos, equivalente hoy de la prehistórica caverna.
Dejemos ya de basar nuestra conducta en hipotéticas
razones supremas y humanicémonos. Abandonemos nuestra soberbia y nuestros
egoísmos. Abramos los ojos a la luz de los más elementales principios éticos
compatibles por todo ser humano y despertemos nuestras conciencias. Hagamos como
queremos que nos hagan. Tan solo así podremos recuperar una conducta colectiva que
deje de precipitar la destrucción definitiva de nuestra especie. /PC
NOTAS
[1] Atahualpa Yupanqui, “Preguntitas sobre Dios”,
[2] , ¿En qué creen los que no creen? Un dialogo
sobre la ética., Ed. Temas de hoy, Madrid, 2005 [1996],
[4] “Una santa que no creía en Dios”
[5] “Dussel y los refugiados”
Publicado en ECUPRES
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