viernes, 4 de julio de 2014

La ética del bien propio

“Bueno es todo cuanto me favorece y malo lo que no me favorece aunque favorezca a los demás”.

Esa es la fuente de “sabiduría” en la que beben quienes legislan en casi todo el mundo. Y es, sin duda alguna, la que rige en la conciencia de la mayor parte de la ciudadanía en esta sociedad nuestra civilizada y ordenada según los principios básicos del liberalismo económico, los cuales expresa con clara sinceridad y diáfana visión el dicho: “a cada cual lo suyo y robar cuanto se pueda”.

La ética del bien propio ha desbancado por completo a la ancestral Regla de Oro. Nada o casi nada de cuanto no contribuya al propio bien merece la consideración de nadie. El bien común apenas tiene sentido en la sociedad actual, en la que cada cual vela casi exclusivamente por el inmediato bien propio. La idea de que “el bien si no es común no es bien para nadie, ni aun para quien lo goza” no está presente en el pensamiento colectivo. Ni siquiera se alcanza a pensar aquello de “pan para hoy y hambre para mañana”. ¡Mañana! ¿Quién sabe quién estará vivo mañana? Apenas un porcentaje ínfimo de personas queda fuera de ese modo de “pensar”.
 
Ni religiones, ni ideologías, ni buenas costumbres, ni las proféticas amenazas de catástrofe irreparable en nuestra casa común el planeta Tierra que lanza de continuo la ciencia son capaces de derribar esos bastiones de puro egoísmo en los que se refugia el ser humano hoy día en este mundo deshumanizado. El juicio del vecino ya no cuenta para nada. La opinión que merece una conducta deshonesta no estigmatiza ya a nadie porque quien más quien menos está de acuerdo en que todo cuanto le favorece es bueno y que es tonto pensar lo contrario. No, no tiene donde agarrarse una conducta ética porque la sociedad en peso ha desanclado todos los asideros.

Si bien las consecuencias de tamaño desorden son más que evidentes, cabe preguntarse por la causa. ¿Cómo es que hemos llegado a semejante grado de desconcierto?

Sin duda un metódico análisis nos daría un sinfín de resultados, pues que todo mal se produce por un desencadenado de factores, pero sin temor a simplificar en demasía nos atrevemos a señalar dos que nos parecen principales, irrefutables y a la vez nefastos. Ambos son de orden estructural.

El primero de ellos es la forma de vida actual, individualista, competitiva. Nadie necesita la colaboración de nadie para ganarse el sustento. Al contrario, se necesita superar al igual y someterse luego por completo a la voluntad del “superior” de cuyo visto bueno depende el sueldo. Nada, pues, que nos humanice. Nada que nos dignifique, ya que toda sumisión es vejatoria y toda competencia es deshumanizadora. Poca ética puede surgir de semejante forma de vivir.

La otra gran causa que queremos señalar en cuanto a las conductas individualistas es el autoritarismo estructural. El ciudadano es un pelele al que se le exige que aporte a las arcas públicas una parte de sus ingresos personales sin posibilidad de controlar cómo son administrados. Quienes gobiernan ponen los impuestos a su antojo y luego hacen lo que les place con la hacienda pública. Nadie con un mínimo de información puede creer que su personal aportación va mayormente destinada al bien común. Luego, ¿cómo pedirle honestidad a la ciudadanía en lo referente a la personal declaración de renta? ¿Cómo pedirle a nadie que base su conducta en principios éticos y no haga cuanto pueda por escamotear el pago de impuestos? Y lo mismo cabe decir en cuanto a responsabilidades colectivas.

En una sociedad la ética debe estar en la base de su propia estructura si de verdad se quiere que sea generadora de conducta. Donde lo que priva es la injusticia y el beneficio propio no es posible que crezca el sentido de responsabilidad, que se mire como se mire es la base de toda conducta ética.

Sabemos que en aquellos gloriosos años de aires libertarios durante la breve República española se organizaron colectivos agrarios e industriales. Los industriales tropezaron con dificultades bastante difíciles de resolver, pero los agrarios funcionaron de forma ejemplar. Se cuenta que el colectivo carecía de una autoridad que vigilase las conductas individuales. Que era el colectivo en peso el que velaba por ellas. Primaba el compañerismo y cualquier gesto contrario a la ideología que unía al grupo era censurado de inmediato por quienes lo observaban, lo cual era motivo más que suficiente para que todo el mundo procurase que su conducta fuese irreprochable. El sentido de lo colectivo primaba sobre lo personal. El bien común ocupaba el primer plano.

Por supuesto que una tal conducta es impensable para aquellos que viven de la martingala. Y ni que decir tiene que ese sentido de lo colectivo está más que ausente en nuestra sociedad actual. Pero fuerza es recuperarlo, porque de seguir por el camino del egoísmo vamos a extraviarnos irremisiblemente. /PC

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