jueves, 24 de diciembre de 2009

Santa Claus y la paz mundial


Sucedió la víspera de Navidad. Preparaba el tradicional mensaje navideño que como presidente de la nación más poderosa del mundo debía pronunciar. Su misión consistía en infundir esperanza e ilusión a su pueblo, pues para eso había sido elegido. Lo principal era dejar bien clara la hegemonía de su nación. Con eso demostraría su capacidad para liderarla. De las decisiones políticas ya se encargaban otros.

Sabía bien que hasta el presente esa clase de mensajes se basaron siempre en la repetición machacona de los deseos profundos de felicidad que anidan en el alma de todo ser humano. Era necesario que así fuese para que millones de personas estuviesen dispuestas a creerlos. Lo de menos era que fuesen razonablemente creíbles. Bastaba con que fuesen deseables para que se escuchasen con deleite y fuesen dados por válidos y verdaderos. A menos, claro está, que algo muy evidente los desmintiera.

Navidad es sinónimo de esperanza, pero la situación real en la que el mundo se encontraba no era esperanzadora. La gente de su país quería paz, por supuesto, pero quería por encima de todo seguir gozando de un nivel de confort igual o superior al del presente. Y la paz cristiana, basada en el amor y la justicia equitativa, es incompatible con ese deseo. Sin pueblos sometidos bajo férreos regímenes policiales y sin millones de personas trabajando por salarios de miseria no pueden tener las clases acomodadas de ningún país del mundo el privilegiado bienestar de que gozan. Luego no era esa paz lo que su pueblo quería sino la pax romana de los ejércitos, impuesta por la brutalidad, la crueldad, la violencia de las armas...

Su mensaje no podía defraudar a quienes le habían elegido. Debía ser un mensaje de paz, pero según la entendían sus adeptos. Él era el presidente de una nación que adora el triunfo, la derrota del adversario. Su grandeza se constituyó a partir del genocidio y del expolio, como la de todos los grandes imperios. La guerra era la base de esa democracia de la que tan ufanos estaban. Luego, ¿para qué andarse con rodeos?

Lo tenía ya. Tan sólo le faltaba darle un toque navideño. Y para ello, ¿qué mejor que referirse a Santa Claus, ese mágico personaje que tanto hace soñar a niños y a mayores?

Y así lo hizo. De pie en su tribuna, ante las cámaras de televisión de todas las grandes cadenas, dijo:

«Queridos y queridas compatriotas. Estamos en tiempo de Navidad. Dentro de unas horas Santa Claus traerá los regalos navideños a los niños y las niñas de nuestra gran nación. Como cada año, habrá delegado antes en los padres de cada criatura la responsabilidad de proveer los recursos necesarios para adquirir los regalos que luego él les dejará al pie del árbol. Os animo a quienes tenéis hijos a trabajar firme, tan duro como haga falta para cumplir lo mejor posible con la responsabilidad que se os ha asignado. Si así lo hacéis, si os entregáis sin reserva al destino que la vida os impuso, veremos resplandecer esta Navidad los miles de ojos ilusionados de tantos niños y niñas que son nuestra esperanza de futuro».

«Ese futuro que todos anhelamos exige que en el mundo reine la paz. Nuestros ejércitos son los encargados de hacerla posible. Como presidente de la nación más poderosa del mundo, garantizo la paz de los pueblos que acepten el orden que establece nuestra democracia y me comprometo a disponer cuanto sea necesario para que nadie pueda alterarlo».

El atronador aplauso de quienes se habían reunido para escuchar presencialmente el esperanzador discurso de su presidente puso punto final a sus palabras. El himno de la nación resonó solemne y poderoso mientras las pantallas de todos los televisores se llenaban de panzudos Santa Claus rodeados de montañas de regalos. El mensaje de esperanza a propios y de aviso a extraños había quedado claro. El mundo entero sabría de ahora en adelante a qué atenerse.

Sólo que... Hasta el más tonto sabe ya que una democracia capitalista es aquella en la cual las clases acomodadas imponen por la fuerza leyes que sumen al pueblo en la miseria, que someten a las gentes y las mantienen hambrientas y obligadas a trabajar por casi nada. Y así, el viento de guerra con el cual el arrogante presidente pretendía atemorizar al mundo entero, más que temores era conciencias lo que agitaba en otros pagos no tan privilegiados como los que le daban soporte. Y allí sí que la Navidad estaba presente. Pero no una Navidad de festejos banales sino de afirmación y confianza en la dignidad del ser humano; una Navidad de solidaridad y de esperanza. Pues cuanto más fuerte redoblan los tambores de la guerra, más enardecen a quienes se oponen a ella.

http://www.kaosenlared.net/noticia/santa-claus-y-la-paz-mundial


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