Desde los más remotos tiempos, el ser humano ha seguido las sendas que le
marcaban sus fantasías. A impulso de ellas ha emprendido viajes, ha explorado
parajes desconocidos, ha construido ciudades y caminos, ha declarado guerras,
ha sometido a congéneres y se ha sometido a sí mismo. Diríase que fantasear ha
sido y es una forma de vivir de antemano en la imaginación lo que luego se va a
vivir en la realidad.
Allá por la Edad Media, en nuestro mundo cristiano, los muros de las
iglesias románicas estaban cubiertos de pinturas que representaban símbolos
religiosos y escenas de intención catequética. Pinturas admirables, de bello y
vistoso colorido, que cautivaban la mirada de quienes las contemplaban. Escenas
cargadas de emoción que removían los sentimientos de los fieles y dejaban su
mente en situación de vulnerabilidad ante los sermones de los clérigos.
Pinturas murales, relieves escultóricos en pórticos, retablos y capiteles,
celebraciones cargadas de magnificencia, procesiones, cantos, escenificaciones
de admirables episodios protagonizados por personajes santos y aun divinos se
unían a las pinturas y daban soporte a unas fantasías en las que el premio a la
sumisión a la Ley de Dios era la felicidad en el más allá, en tanto que la
transgresión comportaba el castigo perpetuo.
Nadie escapaba a la justicia divina. La esperanza se unía al temor en el
empeño por someter a la población creyente. Para su bien, decían los clérigos.
Para que cuando muriesen fuesen al Cielo, a ese lugar imaginario donde todo es
felicidad, donde no hay pena ni sufrimiento alguno. Donde las almas
bienaventuradas gozan indefinidamente de la presencia del Divino Creador. Pero,
¿era ese el propósito de los clérigos o quizá estaban al servicio de los poderes
terrenales más que del Dios que predicaban?
Con el paso de los años, conforme el raciocinio fue dejando a un lado la
credulidad, el pensamiento religioso fue perdiendo fuerza. No es que
desapareciese pero la conducta de la clerecía, siempre al lado de los poderes
terrenales que oprimían al pueblo, fue cuestionada cada vez más por la
población oprimida. De ahí que los opresores buscasen otras formas de controlar
la conducta de las masas y, sin dejar de lado la violencia, tomasen ejemplo de
la clerecía y confiasen a la fantasía la tarea de someterlas.
Los avances tecnológicos pusieron al servicio de los poderes terrenales
herramientas de comunicación como la radio y el cinematógrafo, las cuales
superaron en mucho las de los clérigos. La radio llegaba a todos los hogares y,
en las grandes salas de cine, las imágenes y el sonido despertaban la
admiración de las gentes y estimulaban la acción de las neuronas espejo en sus
cerebros. Para bien y para mal, los usos y costumbres que mostraba la pantalla
se tornaban moda en la población.
La tecnología siguió avanzando y hoy lo audiovisual llega a todos los
rincones del planeta Tierra, penetran en todos los hogares y formatean la mente
de la mayor parte de las gentes. El placer, el bienestar y la felicidad aquí y
ahora son oferta continua en los audiovisuales que bombardean las mentes de las
clases menos favorecidas. El deseo despierta y los cerebros se disparan a
fantasear.
Escasas y raras son hoy día las mentes que se libran de las fantasías
gestadas por la publicidad. El deseo de conducir el último modelo de una
determinada marca de automóvil o de gozar de lujos que la realidad no concede puede
ser tan fuerte como para comprometer buena parte del salario a fin de satisfacerlo.
Un día tras otro durante veinticuatro horas, la publicidad va creando
fantasías que esclavizan a las gentes. El consumismo se impone en la forma de
vivir actual. Poseer lo que la publicidad señala es necesario para alcanzar
aceptación social: un auto acorde con el estatus social al cual se aspira, un
vestir también adecuado y todo cuanto configura la imagen que la TV ha imbuido
en la cabeza de sus televidentes.
Para adquirir lo que la fantasiosa forma de vivir señala hay que conseguir
dinero, lo cual significa tener que trabajar para quienes lo poseen. Cuanto
mayor sea el servicio mayor será la retribución. Cuanto más beneficio dé a los
amos más posibilidades tendrá de satisfacer las fantasías que la TV despertó en
su mente y mayor será el estatus social que podrá alcanzar.
Todo está diseñado y programado para que las clases humildes se pongan
incondicionalmente al servicio de las adineradas. Los programas de estudio,
desde el jardín de infancia a la universidad, llevan a la forma de vivir que el
capitalismo más feroz e individualista dispone. La esclavitud sigue vigente en
todo el orbe capitalista. Tan solo un porcentaje muy bajo de la población lucha
por romper esas terribles cadenas.
Los poderes terrenales siguen imponiendo hoy día su voluntad a las masas
del mismo modo que la imponían en aquellos lejanos tiempos de la Edad Media:
mediante una forma de vida ineludible, imposible de zafar porque la estructura
no lo permite, y un universo mental de pura fantasía. Fantasías religiosas antaño,
puro hedonismo hogaño. Felicidad a cambio de sumisión ayer y ahora.
No es que en el largo recorrido de la historia no hayan surgido personajes
y gentes que hayan iniciado proyectos liberadores. Mentes que han imaginado
sociedades más justas, más solidarias, más acordes con la dignidad humana, las
ha habido y las hay en el mundo religioso y en el profano. Pero los poderes
fácticos han puesto siempre su empeño en neutralizarlas.
Hoy vemos que la mayor parte de las naciones está gobernada por personajes
que parecen dementes. Con tal de afianzar su poder siembran miseria y muerte en
el mundo entero y destruyen cuanto se opone a sus designios. ¿Cómo entender la
ambición de quienes tienen mucho más de lo necesario? ¿Qué fantasías anidarán
en sus cerebros?
A impulso de las fantasías el ser humano ha desarrollado, durante
siglos, eso que llamamos “progreso”.
¿Serán también ellas, las fantasías de los poderosos, la causa y motor de la
destrucción de la humanidad entera? /PC
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